El Gran Hermano orwelliano que todo lo ve y a todas horas se ha quedado pequeño al lado de los algoritmos del Big Data. La minería de datos, aplicable a mil asuntos, es capaz ya de predecir infinidad de comportamientos humanos, incluidos los de naturaleza política. Esa ingente información, producida por nuestros propios dispositivos electrónicos y nuestra vida actual pegada a ellos, es observada a diario por empresas, gobiernos y partidos, y permite influir de forma decisiva en los procesos electorales, como ha ocurrido en Estados Unidos y quizá a partir de ahora en cualquier otro lugar. Sin necesidad de los anticuados sondeos o encuestas, hoy se pueden conocer con alto grado de fiabilidad las tendencias sociales, muchas de las cuales son, por cierto, directa consecuencia de esa neolengua consistente en reescribir el pasado o lavar el cerebro a golpe de posverdad, calificada como "hechos alternativos" que desplazan a las pruebas evidentes y convierten en opinable a lo que es apodíctico.

Esta llamada dictadura de la información corre el riesgo de trastocar seriamente lo cimientos de las democracias representativas tal y como las conocemos. La vulnerabilidad de la opinión pública a trolls, bots y demás ejércitos que circulan por las redes con la finalidad de manipularla y crear una realidad paralela a través de continuos fakes o campañas orquestadas para amplificar sucesos intrascendentes o sencillamente inexistentes, constituye una seria amenaza para nuestras sociedades, atolondradas por este maremágnum e incapaces de separar el grano de la paja, justamente por la sofisticación con la que ahora se miente en masa.

Aunque este fenómeno se experimente también en el contexto comercial, es en materia política donde cobra su verdadera e inquietante dimensión. El tratamiento de nuestros datos por poderes públicos, partidos y demás agentes sociales, les permite comprobar en tiempo real y de forma minuciosa el impacto que tienen sus maniobras de desinformación y engaño, tanto en sectores sin especial preparación como en aquellos que sí la tienen sobre el papel, porque se trata de algo transversal y que afecta a millones de personas, salvo a aquellas que cuentan con criterio y perspicacia para sacudirse camelos. La creación de falsos consensos por medio de la manipulación y la propaganda encuentra en este contexto una inmejorable autopista, como se comprueba en los temas políticos y también en los morales, afectados singularmente por oleadas de relativismo extremo impulsadas desde ese prefabricado control social.

Sobre este preocupante escenario, las legislaciones nacionales e internacionales están a uvas. Apenas han acertado a imponer obligaciones meramente formales sobre la cesión de nuestros propios datos, a sabiendas de que si nos negamos a hacerlo imposibilitan la navegación por la red. Es decir, como ha sucedido con el desvergonzado fraude bancario de las cláusulas suelo, se somete al usuario a una especie de contrato de adhesión con unas condiciones de empleo de sus propios dispositivos electrónicos que literalmente le desnudan ante terceros, porque tras la pantalla siempre habrá una brigada de mineros de datos que le conocerán mejor que él mismo. Sin el clic que da permiso a esa impúdica invasión de la intimidad, no hay internet que valga, porque el sistema está así montado y sobre él el regulador no hace nada quizá porque no sabe muy bien qué hacer.

Hemos de ingeniar soluciones para enfrentar a este redivivo y poderoso Gran Hermano, rebautizado como Big Data, así como a aquellos otros negros presagios de Orwell en su insuperable 1984, que padecemos sin darnos cuenta. Ni debe ser posible que nadie utilice nuestra información salvo que en su caso decidamos venderlos o comerciar con ellos individual y voluntariamente, ni que para utilizar las nuevas tecnologías se deba aceptar el trágala de que nos espíen lo que hacemos con ellas. Y, de paso, aprovechemos también para legislar contra quienes pervierten la libertad de expresión para acabar con la democracia, insistiendo en imponer el caos en donde siempre reinaron las ideas y la verdad.