Tucker Carlson, de Fox News, le hizo una entrevista a Michel Avenatti, el abogado de la actriz porno Stormy Daniels, que se ha hecho famosa en el mundo entero por la supuesta relación que mantuvo con el presidente. Casi al final de la conversación, Avenatti le preguntó a Carlson cuándo fue la última vez que vio cine para adultos y si la gente que consume pornografía debería ver su programa. Entonces se produjo uno de esos elocuentes silencios que funcionan muy bien en la radio y no tanto en la televisión. El presentador decía que no comprendía la pregunta y comenzó a reírse de un modo extraño. Quizás la comprendía demasiado bien, pero no estaba preparado para reflexionar sobre el tabú en prime time sin haberse preparado antes el discurso evasivo con el que suele contraatacar en sus ruidosos interrogatorios. En ese momento, además, podrían estar viendo el programa unos cuantos aficionados al género que asimismo admiran al presidente por las mismas razones que otros lo detestan: su arrogancia y sus costosas relaciones extramaritales. Quién pudiera ser él. Como si el éxito empresarial y el poder social que este proporciona no fueran sino patentes de corso. El inquilino de la Casa Blanca hizo lo que algunos de sus seguidores, a juzgar por las reacciones de aprobación, probablemente harían si estuvieran mirando el mundo desde su confortable torre neoyorquina: comprarlo todo. Tanto el sexo como el silencio. Y luego contratar a un fixer que, como el Señor Lobo en Pulp Fiction, se encargue de borrar el hecho para construir uno alternativo.

El propio Carlson demostraba en la entrevista, al reconocer que él sí creía a Stormy Daniels, que ciertos asuntos, como la moralidad pública, que antaño generaban inquietud en la derecha ya no forman parte de la agenta política de este movimiento ideológico, ahora obsesionado exclusivamente con la economía (proteccionismo) y la identidad (inmigración). De ahí que el fenómeno populista liderado por Donald Trump, entre otras cosas, haya logrado acentuar la hipocresía que inevitablemente genera el puritanismo. Si bien es cierto que uno se alegra al contemplar cómo la cuestión sexual ha dejado se ser políticamente relevante, entristece comprobar también que todo un relato, por usar la terminología de moda, elaborado en diversos foros o grupos de presión, desde think tanks hasta revistas especializadas, ha sido desarticulado de un solo golpe, llevando a determinados conservadores a justificar, traicionándose a sí mismos de una manera grotesca (véase los evangélicos), las declaraciones y acciones de un político que representa todo aquello contra lo que supuestamente luchaban. Pero nada de eso es importante mientras nominen a sus jueces, aunque estos sean acusados de abuso sexual, y se mantenga la retórica reaccionaria, aunque el comportamiento del líder no sea precisamente ejemplar desde ese punto de vista sectario. El César, ahora, ya no tiene que ser ni parecer.