Ayer me telefoneó mi amiga Salomé, a la que hacía tiempo que no veía ni de la que por ningún medio tenía noticias de su vida, y me contó que el día anterior, haciendo orden en la marabunta de armarios y gavetas de su cuarto de trabajo, donde escribe literatura para niñas y niños, se encontró con un grueso cuaderno de tapas rojas donde a los doce años había escrito cosas tan impropias de su edad como, por ejemplo: Tengo muchísimas ganas de que se muera ese hombrecito rechoncho, chillón como una gallina clueca e inaguantable que es el caudillo y generalísimo Franco. Pues si se muere no saldrá más en el rollo fastidioso del Nodo, ese noticiario cinematográfico que, antes de la película, proyecta los hechos más sobresalientes de la vida española, entre los que destacan las idas y venidas de cazador y de pescador del caudillo, al que le deseo una vida llena de penalidades y una muerte horrible para pagar su maldad y el daño que causó a tantas familias, al terminar la guerra civil, cuando subió a las alturas y se convirtió en Mandamás Supremo y Dictador sanguinario de España, que prohibía a las mujeres usar bañadores sin faldeta y leer muchos libros de extranjeros y ver películas, calificadas por sus amigos sacerdotes católicos de indecentes y de gravemente peligrosas para las almas.

Yo le dije que, aunque a mis familiares no los dañó, porque eran unos fachas notorios, sí me lastimó mucho oyendo lo que le hizo a la familia de mi niñera Agus, mi queridísima Agustina, que lloraba de una forma muy quedita para que nadie oyera su llanto, sobre todo mi madre, pues seguro que la echaría de casa si se enteraba de lo que me contaba sobre los padecimientos de su familia y la llamaría mentirosa, como a Rosi, la planchadora, cuando la oyó decirme que el franquismo era lo peor de lo peor que le había ocurrido y le ocurriría a España, peor que la tuberculosis y la lepra. "Eres una embustera, le chilló. No quiero que le cuentes a la niña esas mentiras para envenenarla y conseguir que aborrezca a su familia y crezca odiando a su gente. Así que voy a pagarte todo este mes completo, aunque hayas trabajado solo unos días, y no quiero verte más. Vamos, deja de mirarme como una pasmarote y lárgate ya". Y no volví a ver a Rosi ni supe más de ella, aunque no ignoraba que mi querida Agus la veía los sábados por la tarde, cuando tenía su descanso semanal.

A continuación, Salomé me dijo que en el cuaderno de tapas de rojo fuego escribió también, a los trece años, un cuento y un poema prosaico que me remitiría de inmediato por correo internético y que yo sería la primera y última persona que conocería su existencia, pues iba a destruirlos y me pedía que hiciera lo mismo después de leerlos sin hacerlos rodar entre mi gente. Los dos escritos me llegaron de inmediato. En el relato, Mari Españita Linda camina de noche por un paseo desierto desde la casa de su abuela situada a pocos pasos de la suya cuando fue asaltada por cinco mozalbetes que la saludaron al modo de los fascistas, pero ella les contestó con un "¡Salud, camaradas!" que los convirtió en fieras corrupias que comenzaron a empujarla y derribarla en el suelo y a darle tirones de pelos y a escupirle en la cara llamándola "maldita roja de mierda", hasta que apareció un falangista que los encañonó con su revolver y los espantó haciéndolos correr como conejos aterrados. Luego ella le dio las gracias y le dijo que admiraba a José Antonio, su jefe, porque ella simpatizaba con la anarquía y sabía que él admiraba a Durruti, que tenía un hermano que militaba en la Falange. Él la acompañó hasta el portal y ella, llena de gratitud, le tomó una mano y se la besó. Él se fue en silencio y Mari Españita Linda entró en su casa diciéndose que nunca olvidaría a aquel hombre de la camisa azul.

Y pasó el tiempo y por poco se muere de rabia, indignada por la desfachatez del caudillito presuntuoso de usar esa prenda en público muy orondo, rechoncho y ufano. En cuanto al poema, me comentó que se titulaba "La Monja Viuda". Era prosaico y de rimas torpes y decía así: La casa era sombría, desconchada. Pero no me desanimé. Tenía dieciocho años y acababa de casarme con un pintor de mundos prodigiosos. Al casero, alto y robusto como un oso no le gustó mi nombre de Preciosa, pues nadie confiaría en una mujer que lo llevara, ya que era de mujerzuela, gitana o hebrea. Le dije que así se llamaba mi abuela y que estaba muy contenta por llamarme así y él me replicó con esa vulgaridad de que, entonces, era muy fácil de contentar y le dije que las apariencias engañan y que me dejara en paz.

Creo no, estoy tan segura como de que me llamo Salomé, queridísima, igual que la esposa de Zebedeo y madre de los apóstoles Santiago y Juan, que te gustaría saber el porqué del título de "La monja Viuda", que no tiene nada de poético, así que te diré que se debe a que a la protagonista la dejé viuda por la muerte del pintor y entra en un convento de clausura, de donde la echan por enrollarse con el capellán y fornicar en la sacristía de la capilla. Y me gusta mucho pensar que lees con interés de cabo a rabo mis cosas desbarradas. También aquí, en este mensaje, te mando ósculos y ósculos rebosantes de cariño y gratitud. Nos despedimos y, después de dos meses sin saber de ella, me envió una postal desde Samarcanda, diciéndome que pensaba quedarse allí por un largo tiempo.

Salomé, cuyo nombre hebreo significa la "cuasi perfecta", era así de inquieta e intempestiva y no volvió a Españita linda ni contestó a mis misivas y no nos vimos de nuevo, pero no pierdo la esperanza de que un día se presente ante mí como una aparición sobrenatural que me diga que viene del más allá a visitarme.