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De vuelta y media

El Hotel de Los Placeres Montero Ríos promovió su construcción a principios del siglo XX para alojar en verano a gente distinguida

Un perspicaz historiador afirmó en cierta ocasión, medio en broma, medio en serio, que "el cuco de Lourizán" había construido el Hotel de Los Placeres para sacarse de encima una desvergonzada tropa de gorrones y vividores. Unos y otros abusaban de su hospitalidad con demasiada frecuencia y no salían de su magnífico pazo.

A caballo entre los siglos XIX y XX, Eugenio Montero Ríos y su hijo Avelino Montero Villegas promovieron un enclave veraniego de primer nivel para configurar una distinguida colonia en aquel lugar paradisíaco que mereció el nombre de Los Placeres. El segundo impulsó antes una casa de baños, que estaban tan en boga; y el primero construyó después un lujoso hotel. Ambas instalaciones eran complementarias y estaban comunicadas desde Pontevedra y Marín por medio del tranvía de vapor.

Lo cierto y verdad fue que aquel ilustre prohombre carecía de vocación de hostelero, ni pensaba hacerse más rico con aquel negocio aventurado, que pronto resultó un fiasco total.

Montero Ríos no escatimó en gastos para poner en pie aquella idea y tratar de garantizar su buena acogida. Para diseñar el proyecto acudió a Manuel Hernández y Álvarez Reyero, uno de los arquitectos más prestigiosos de Santiago de Compostela por sus trabajos para el Ayuntamiento y la Iglesia. Para la ejecución de la obra contrató a Benito Corbal Estévez, uno de los constructores más reconocidos en Galicia. Y para su gestión inaugural confió en Francisco Larrañaga, uno de los maîtres más reputados de España, que entonces trabajaba en La Mallorquina, famosísima cafetería-pastelería-salón de té, ubicada en la Puerta del Sol de Madrid, cita habitual de las familias más aristocráticas de la villa y corte.

El Hotel de Los Placeres constaba de una formidable planta de 800 metros cuadrados y disponía de tres cuerpos construidos en fina mampostería: un sótano dedicado a cocinas, baños y otros servicios complementarios; un piso principal con el restaurante-comedor y las habitaciones dotadas de luz eléctrica y agua corriente; y un segundo piso para alojamiento de la servidumbre y cuatro viviendas independientes. Además, disponía de una espectacular terraza cara al mar de 500 metros cuadrados.

A mediados de junio de 1902, el nuevo hotel comenzó a anunciar sus completas instalaciones de "fonda, café y restaurante a orillas del mar", así como sus "servicios esmerados y sus precios económicos", y también su "departamento especial para baños de mar caliente y casetas para baños de mar libre". La cocina era "española, francesa y cosmopolita"; la repostería era su fuerte, y poco después de su entrada en funcionamiento servía "helados variados todos los días", toda una modernidad en aquel tiempo.

El propio Francisco Larrañaga en La Mallorquina, de Madrid, y Agustín Rodríguez en el Ayuntamiento de Marín, donde ejercía como secretario -antes de convertirse en apoderado y hombre de confianza de Montero Ríos-, recogían directamente las reservas y los encargos, al tiempo que ofrecían las referencias demandadas por posibles clientes.

El hotel abrió sus puertas el 1 de julio y cinco días después celebró un banquete inaugural para un selecto grupo de invitados y periodistas. Todos se deshicieron en elogios tras recorrer sus instalaciones.

Desde el primer momento, solo funcionó durante la temporada de verano y en régimen de alquiler, casi siempre gestionado por empresas madrileñas desde 1907. Montero Ríos nunca se implicó en la gestión del hotel, cosa que sí hizo en cambio durante los primeros años su hijo Montero Villegas con la casa de baños.

Año tras año por el gran hotel pasaron de forma casi siempre discreta personalidades muy relevantes: el general Marcelo Azcárraga Panero, dos veces presidente del Consejo de Ministros, y ministro de Marina y de Guerra; el contralmirante y senador vitalicio Federico Loygorri de la Torre; el senador José de Santos y Fernández Laza; el prestigioso doctor Juan José Dómine, fundador de la naviera Transmediterránea; el pintor Joaquín Roselló Luque tras una larga estancia en Roma donde adquirió un notable prestigio internacional?.La relación sería interminable.

Entre bailes, fiestas, cotillones y minués que caracterizaron aquellos veranos de vino y rosas del Hotel de Los Placeres, una nota luctuosa sobrecogió a toda la colonia una mañana de finales de agosto de 1907. El fallecimiento repentino de un niño de veintiún meses, hijo de Juan Manuel Urquijo Urrutia y Carmen de Federico y Riestra, distinguida familia que pasaba unos días de vacaciones, corrió de boca en boca entre la incredulidad general. El entierro en el cementerio de San Mauro se desarrolló en la más estricta intimidad.

Durante los años 1908 y 1909, una empresa madrileña cuya persona de referencia en la villa y corte era Elías Cristóbal, se esforzó al máximo por potenciar sus instalaciones y prolongó ambas temporadas hasta finales de octubre. La gerencia lanzó una fuerte campaña publicitaria, donde anunciaba comidas a partir de tres pesetas el cubierto, y también ofrecía un servicio esmerado para bodas y banquetes.

A finales de esta primera década del siglo XX, el funcionamiento cuando menos insatisfactorio del Hotel de los Placeres era un secreto a voces. Por ese motivo, las fuerzas vivas de Marín y Pontevedra promovieron su adquisición como objetivo fundamental, dentro de un decálogo de necesidades y mejoras para ambas poblaciones. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, allí pretendían instalar una fábrica de tabacos sin ningún apoyo conocido.

La Liga Popular esbozó primero esa propuesta desde Marín, y solicitó el respaldo de la Cámara de Comercio de Pontevedra. Poco después, el proyecto trató de rescatarse del olvido desde la propia capital en 1911 por medio de un Sindicato de Iniciativas que nunca llegó a organizarse.

Desde entonces, el Hotel de Los Placeres únicamente abrió sus puertas en ocasiones muy contadas para acoger alguna que otra celebración, hasta que en 1914 acogió un colegio privado de jesuitas portugueses.

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