El presidente Sánchez ha elevado a un lugar inaudito al doctor Sánchez, sometido al escrutinio de un tribunal calificador con dimensiones de país. Las irregularidades del máster de la exministra Montón sirvieron al oportunista Rivera para poner en el foco la tesis doctoral del jefe del Ejecutivo y desde entonces las sospechas crecen en círculos concéntricos y por razones cambiantes, aunque con el único objetivo de dar con el plagio. El fraude intelectual pasa así por ser una preocupación política de primera línea, pese a que las menudencias en torno al saber nunca tuvieron prioridad en las inquietudes nacionales.

En tiempos de la supuesta accesibilidad total, el primer indicio de que el doctor Sánchez es un culpable en potencia llegó al constatar que su tesis solo estaba en papel, razón para excomulgar a cualquiera en los tiempos digitales, y un obstáculo para detectar en un rastreo rápido los posibles "corta y pega". Tras el examen visual, por el viejo procedimiento de ir página a página hasta más de cuatrocientas -y rápido, que hay gente esperando-, los primeros acercamientos al contenido apuntan a que la tesis de Sánchez no aporta nada. Es equiparable, pues, al 90 por ciento de las que se leen en las universidades españolas -que no descuellan por su capacidad de ampliación del conocimiento- y que, pese a ello, cimientan notables trayectorias académicas.

Salpicado por la piedra que lanzó al charco, Rivera perdió un doctorado, el que aparecía en su curriculum en 2015 y que ya no figura en su ficha del Congreso en 2016. Menguan también otros méritos curriculares, como ocurriera con el posgrado de Casado en Harvard, que, visto más de cerca, se redujo a un curso de cuatro días en Aravaca.

Si ninguno de los líderes de los principales partidos resiste la prueba del algodón académico ¿por qué se empeñan en competir en esa liga? Por la inercia del viejo papanatismo español ante los títulos, propio de un tiempo en que los universitarios eran algo excepcional, incomprensible desde que hay un acceso sin dificultad a la enseñanza superior y tenemos generaciones descolocadas pese a su sobrecualificación.

La política del momento se mueve a impulso de una antigualla social y del pragmatismo sanchopancesco de reducir el conocimiento a algo puramente instrumental. En esto último coincide todo el espectro ideológico cuando defiende que lo primordial es formar para el mercado y reduce los saberes a titulaciones. Lo que nos llevaría a indagar sobre qué cualificación necesita alguien que se dedique a los asuntos públicos. La respuesta pudiera ser toda la posible y ninguna específica, como ocurre con tantas otras actividades.

Aceptado que, pese a la insistencia en adornarse con las plumas del conocimiento, ninguno está en política por sus méritos académicos hay que descubrirse ante el desapego curricular del senador Fernando Goñi. La trayectoria que describe su entrada en la Wikipedia -venganza quizá de algún antiguo compañero enardecido por el hecho de que habiendo sido tan poco cuando compartían pupitre haya llegado a tanto- deja constancia de que repitió octavo de EGB, entró en la universidad al segundo intento y no completó la carrera de Derecho. A ver cuántos políticos en activo resistirían tan rudo ejercicio de transparencia.