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Ilustres

Las campanas

Suelo pasar en un pueblo del interior de esta provincia quince días del mes de julio. Para combatir (o disfrutar) de la lentitud de un tiempo que en el medio rural parece remansarse, en contraposición a los enclaves de playa en los que, por lo general y salvo insólitas excepciones, la proximidad del mar (y lo que conlleva: chiringuitos, bares, discotecas) impone horarios más veloces, más establecidos, traje conmigo tres tomos, de los cinco que editó extraordinariamente la Biblioteca Castro, de las trilogías de Pío Baroja. Creo que ni en los años de mi juventud, cuando uno leía cualquier papel impreso, le dediqué tanto tiempo al reconfortante ejercicio de leer, de leer por leer, como en un maratón: entre ocho y doce horas diarias. No lo digo con jactancia ya que esta sobredosis me sumó en un desbarajuste caótico, en el que Shanti Andía convive con Palafox, Soledad con Nelly, Larrañaga con Stolz, Chimista con Mendizábal y Smiles con Allen. Para ser sinceros, creo que ese batiburrillo de lecturas volcánicas, hace más difusa (y tal vez incongruente) la idea que tenía del gran don Pío y pese a mi dedicación sería incapaz de pergeñar unas líneas acerca de la novelística del vasco, empresa, además, que sobrepasa mi destartalada inteligencia.

La vida en la aldea se desarrolla en torno a las faenas agrícolas y a los bocinazos de las furgonetas que anuncian su llegada y aguardan en la aira la presencia de los clientes que compran el pan, la fruta, los pescados y los congelados. Fuera de esos hitos rutinarios, el pueblo se queda vacío y silencioso como el cementerio que, en lo alto de una pequeña subida y en torno a la iglesia, domina el valle en el que además del jabalí, comentan los parroquianos, se ha sumado el lobo; así, como si fuesen animales totémicos, se habla de ellos en singular: el lobo, el raposo, el jabalí.

Las aves suelen ser más tribales: vencejos, cuervos, gaviotas, aunque haya excepciones: el cuco, la curuxa, por ejemplo. En los últimos veinticinco años, en la aldea asistí o tuve noticia de dos nacimientos y alrededor de dos docenas de muertos, anunciados con ese toque espaciado de la campana que provoca el comentario habitual (hay muerto en la parroquia) e induce a persignarse a más de uno. Según me dicen, la aldea llegó a ser la más poblada de la parroquia en los años cincuenta y sesenta del siglo XX y lo corrobora una mujer: Más de cien habitantes y hasta había una tienda. Cuando yo empecé a venir, a finales de los años ochenta, el lugar rondaba los treinta resistentes y la tienda se había cerrado; ahora, en 2018, se puede hacer un censo rápido y nominal: catorce personas, algunas de las cuales salen de naja para la ciudad en invierno o se presentan aquí los fines de semana que no hace frío ni cae la lluvia insistente, teimuda.

Caída demográfica

La parroquia consta de quince aldeas. De todo esto hablaba con un familiar de mi mujer que vino a hacernos una visita y cuando le comenté la escasez de habitantes de la aldea, primero dijo "pues es la que más tiene de la parroquia" y con voz pausada, como si dispusiese de toda la eternidad y las palabras apuntalasen la existencia, fue citando una por una las distintas aldeas y, asimismo, los nombres, apellidos o apodos de sus habitantes, todos ellos o casi todos desconocidos para mí; recuerdo, eso sí, que dos de las aldeas tenían un solo habitante cada una. La palabra correcta quizá sea desolación, no lo sé: la nostalgia tal vez consista en echar en falta algo que nunca fue nuestro.

Esa conversación con el pariente tuvo lugar el jueves, 25, casualmente Día da Patria Galega, incluida esa Galicia rural que se va quedando vacía en una España rural que se va quedando vacía como reflejaron algunos ensayistas; incluso Pío Baroja alude de pasada a tal éxodo ya en el siglo XIX. La inquietud o el desencanto o la nostalgia o la melancolía (aunque acaso lo correcto sería variar la disyuntiva y emplear la y copulativa) me impelieron a hilvanar este artículo al día siguiente, festividad de santa Ana y san Joaquín, padres de una mujer que con milagrosos métodos de concepción quizá pudiese paliar el abandono del rural pero ya se sabe que los milagros son para quienes los creen, igual que la tierra debería ser para el que la trabaja o algo así: dejo aquí el apunte ateoanarquista que no están los tiempos para airear al lengua.

Decía que me puse a dar puntadas al artículo y, no es un ardid o un recurso literario, a los pocos minutos la campana de la iglesia parroquial comenzó a tocar a difuntos. Tan? Tan? Tan? Tan? Aún sigue tañendo, permitiendo esos segundos espesos y silenciosos entre campanada y campanada, como si no pudiese sonar una nueva hasta agotarse el eco de la precedente. Me pregunto si el muerto será alguna de esas dos personas que eran los únicos habitantes de las dos aldeas de las que habló el primo de mi mujer; me pregunto si habrá quedado otra aldea vacía mientras la campana sigue anunciando la muerte por los siglos de los siglos, tan, tan, tan, porque en sitios así siempre se sabe, sin lugar a dudas, por quién doblan las campanas.

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