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Los artículos científicos suelen tener varios autores; es muy raro que haya uno solo, o incluso dos, aunque uno de los más citados en el terreno de las ciencias de la vida fue publicado en 1951 en la revista Nature por James Watson y Francis Crick. Es, como digo, una excepción porque los autores son con frecuencia muchos o incluso muchísimos. El artículo de variación de las secuencias en el ADN humano de 2003 tenía, si no he contado mal, 118 autores. De ahí que se suela mencionar sólo el nombre de los dos o tres primeros englobando el resto en un genérico et al. Quien quiera comprobar la lista detallada ha de ir a la letra pequeña del artículo.

Dando por supuesto que es así, la cuestión estriba en decidir el orden de los autores. Como la notoriedad entre los colegas resulta algo muy importante para la carrera académica de cualquier investigador, ese orden puede suponer una diferencia gigantesca cuando estamos hablando de artículos de gran impacto, pero lo es también en el caso de los más modestos. De ahí que sea común en cualquier equipo de trabajo que se deje claro cuál será la prelación de los autores incluso antes de comenzar el experimento y, por supuesto, sin tener nada susceptible de ser publicado. Parece lógico -y justo- que el orden corresponda al trabajo realizado, siendo el primer autor quien más ha contribuido a su realización. Pero hay muchas formas de contribuir: está quien ha tenido la idea, quien ha diseñado el experimento, quien ha dirigido su realización, quien ha redactado el artículo y quien está a cargo del equipo de investigadores. La discusión acerca de qué es más importante de todo eso sería una tarea digna de los metafísicos bizantinos tratando el sexo de los ángeles. Por suerte, suele quedar claro quién debe firmar el primero. A partir de ahí, da un poco lo mismo; la falsa modestia lleva a que el director del grupo de investigación, mentor con frecuencia de muchos de los demás autores, reclame ir el último. Esa muestra de generosidad no lo es en absoluto porque hoy día, después del primer autor, es el último el que se lleva las mayores consideraciones.

Semejantes conflictos llevan a que, en ocasiones, se decida poner los autores por orden alfabético y decir de forma explícita que así es. Pues bien, un economista de la universidad de St. Gallen (Suiza), Mathias Weber, ha analizado cómo influyó el lugar que los investigadores ocupaban en la cabecera de diez artículos -todos ellos aparecidos con sus autores por orden alfabético- en la carrera académica, felicidad e incluso años de vida de éstos. Los resultados del estudio de Weber, que han sido publicados en la revista Research Evaluation y comentados por Nature, indican que el orden alfabético no tiene consecuencias equivalentes ni justas para los autores. En un mismo trabajo compartido, quienes cuentan con apellidos que comienzan por las primeras letras del alfabeto obtienen frutos muy superiores. Dicho de otra forma, vale más llamarse Alton que Zweig.

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