Faro de Vigo

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Joaquín Rábago.

No hay mal que por bien no venga

Quiso la suerte el otro día que me equivocara de tren. Viajaba yo de Málaga a Cádiz y tuve que hacer transbordo en Dos Hermanas.

Ocurrió que por la misma vía pasaba unos minutos antes un tren en dirección otra vez a Málaga, al que subí sin percatarme de mi error antes de que se pusiera en marcha.

Serán cosas del calor, pero me encontré de pronto regresando a mi punto de partida. Llamé a una gentil amiga gaditana para contarle lo sucedido, y me sugirió bajarme en Osuna si es que no conocía esa ciudad.

Acepté inmediatamente su sugerencia, le pedí que me reservara, si podía, un hotel en el centro, y una hora y pico más tarde llegaba de nuevo a esa localidad de la provincia de Sevilla por la que antes había pasado sin que se me ocurriera bajarme del tren.

Me había advertido mi amiga de que sería difícil encontrar allí un taxi, y se me ocurrió preguntar a una señora que bajó también del tren si el hotel al que iba estaba lejos.

Debió de ser mi día de suerte porque me dijo que iba a recogerla en coche su hijo y que vivían justo detrás de la calle de San Pedro, la más hermosa de Osuna, donde estaba el hotel, por lo que me llevarían hasta la misma puerta.

Pocos minutos más tarde estaba entrando en un hermosísimo palacio barroco que perteneció a un marqués y que habían convertido en un hotel de cuatro estrellas.

Por increíble que parezca, la habitación doble para uso individual que alquilé costaba solo cincuenta euros. Aunque no estuviésemos allí en temporada alta, ¿dónde en Europa podría encontrarse una ganga semejante?, me pregunté.

Era ya de noche y decidí recorrer esa milenaria ciudad de calles largas flanqueadas de casas palacio y otras, aunque humildes, siempre perfectamente encaladas.

Subí la empinada cuesta hasta el lugar donde se encuentran tanto la colegiata que fundó el duque de Osuna como la universidad, impresionante edificio del siglo XVI que parece más un fuerte que un templo de las humanidades.

Hice idéntico recorrido al día siguiente por la mañana y vi una ciudad de un blanco resplandeciente: saludé al pasar a las vecinas que salían a limpiar los trocitos de acera frente a sus domicilios y volví a subir la colina para visitar la famosa colegiata.

Allí, una menuda aunque enérgica y bien documentada mujer nos explicó tanto al que firma este artículo como a una eurodiputada y su acompañante, únicos turistas a hora tan temprana, la historia de esa casa ducal, a la que perteneció Don Pedro Téllez de Girón, tercer duque de Osuna, que fue virrey de Nápoles y protector de nuestro gran Quevedo.

Quedé impresionado sobre todo por la minúscula catedral excavada en el subsuelo de su iglesia, de un hermosísimo plateresco, por el panteón de los duques, y sobre todo por los cinco excelentes Riberas que allí se conservan.

Visité también el Convento de la Encarnación, con su patio sevillano y un bellísimo zócalo de cerámica con motivos profanos, guiado por una joven monja colombiana, una de las pocas, casi todas de esa nacionalidad, que allí viven en régimen de clausura.

Y conversé brevemente con un jubilado aficionado a buscar monedas romanas en la campiña ursaonense, gentilicio de Osuna, y que se me quejó de que las autoridades pretendieran quitarle las pocas piezas que había encontrado cuando tantos políticos no habían devuelto los millones robados.

Tras degustar unas tapas deliciosas en uno de los mesones de la ciudad y recoger mi equipaje en el hotel, caminé hasta la estación a esperar al tren de Málaga a Sevilla que debía trasladarme de nuevo a Dos Hermanas, donde me cercioraría esta vez de no equivocarme de dirección.

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