Lo que iba a ser la medianoche del pasado domingo el concierto de cierre de una exitosa edición más de O Marisquiño se convirtió en una desgracia al desplomarse un muelle del paseo marítimo, dejando más de 400 heridos, de los que ya solo tres permanecen hospitalizados. La fortuna, el buen hacer de los servicios de emergencia y la encomiable colaboración ciudadana evitaron un mayor desastre. Es obvio, a la vista de los hechos y de sus consecuencias, que esta infraestructura no estaba en condiciones de soportar este tipo de eventos. Que, como se ha sabido ahora, nadie se haya encargado durante todos estos años de su inspección ni de su mantenimiento, resulta una negligencia inadmisible. Que encima tengamos que asistir después de lo ocurrido al deleznable circo político de unos y otros tirándose los trastos a la cabeza, una burla a la ciudadanía y en especial a las víctimas.

Basta de tanto despropósito, de tanta guerra partidista tan estéril como dañina. Con independencia de que la Justicia determine las causas y depure hasta el final las responsabilidades de cada quien en lo ocurrido, lo que de inmediato deben hacer las administraciones es emplearse a fondo en el grado que corresponda para adoptar cuantas medidas sean necesarias de forma que nunca jamás se repita. Porque si las cosas se hubiesen hecho como es debido, seguramente hoy no estaríamos hablando de esta desgracia.

Si en algo coinciden Puerto y Concello de todo cuanto ha sucedido es que el muelle desplomado se vino abajo por un fallo estructural, no por los desperfectos en el pavimento reiteradamente denunciados. Fue la estructura de hormigón y acero que sostenía el paseo de madera la que colapsó y se convirtió en una trampa para cientos de jóvenes que asistían al concierto. Los técnicos tendrán ahora que averiguar el origen de ese fallo en una plataforma que en principio había sido diseñada para soportar una tonelada de peso por metro cuadrado. Las inspecciones en marcha aclararán si hubo o no un exceso de carga, si el denominado efecto "resonancia" provocado por la vibración de los saltos de la gente fue debidamente calculado o no, o si como parece lo más evidente la debilidad de la estructura, sometida durante más de treinta años a la corrosión marina, ya la convertía de antemano en una bomba de relojería como consecuencia de su abandono. O si confluyeron esos u otros factores.

Hasta ahí la coincidencia porque a la hora de asumir responsabilidades por el siniestro se las endosan uno al otro y todos las eluden. El Concello sostiene que no tiene ninguna porque la zona que se desplomó es estrictamente portuaria y así lo refrenda el Plan de Usos y el Boletín Oficial del Estado, por lo que en modo alguno -dice- le corresponde el mantenimiento de esa estructura. Y apela a que dio el permiso para el festival porque cumplía estrictamente con la ley. El Puerto, que cedió el espacio para el evento, arguye lo contrario: que ese ámbito forma parte del proyecto de "Abrir Vigo al Mar", que hace responsable del mantenimiento de la obra al Concello por el acuerdo firmado en los años noventa entre las dos instituciones y Zona Franca. Los organizadores de O Marisquiño, por su parte, argumentan que todo lo hicieron en regla, que cumplieron con la normativa y que no se sobrepasó el aforo establecido.

Al margen del ámbito que alcanza el discutido convenio de "Abrir Vigo al Mar", resulta lamentable comprobar que durante casi tres décadas, todos cuantos responsables políticos han ocupado la Autoridad Portuaria y la Alcaldía hayan sido incapaces de colaborar entre sí para eliminar ambigüedades y dejar claras de una vez por todas las competencias de cada quien en el frente marítimo. En vez de acabar con las disputas, prefirieron afanarse en confrontar para buscar el desgaste político del adversario.

El desgraciado accidente que afortunadamente no acabó en tragedia viene a constatar lo nefasto que ha resultado durante tanto tiempo esa perniciosa falta de entendimiento institucional, consecuencia en gran parte de no haber dejado el Puerto al margen de las banderías políticas. El de Vigo no ha sido precisamente un ejemplo. Daría para escribir un libro de todo lo contrario. Unos y otros lo han utilizado como plataforma o refugio político, de ahí que ninguno pueda negar algún tipo de responsabilidad en ello.

Lo cierto, como FARO se ha cansado de denunciar, es que la fachada marítima ha estado sometida durante décadas a una putrefacta batalla por intereses partidistas y eso nos ha llevado a una situación deleznable, más palmaria que nunca por la gravedad de lo que ahora acaba de ocurrir. Lo sucedido evidencia que no se hizo todo lo que se debía para evitarlo. Porque si el hundimiento del muelle pone en duda que las garantías de control para el espectáculo fueron suficientes, causa todavía mayor indefensión pública y alarma social saber que durante todos estos años nadie se encargó de inspeccionar la estructura ni de su más elemental conservación con el consiguiente riesgo para las vidas humanas. Tan absolutamente inaceptable como que jamás nadie se percatase de tan flagrante falta de control.

Por eso es fundamental saber lo qué ha ocurrido y por qué, para evitar que una desgracia como esta se repita. La Justicia debe depurar todas las responsabilidades a que hubiera lugar, sin contemplaciones, llevando la investigación hasta el final. Sin prisas pero sin pausa. Y mientras, más allá de quien tenga o no razón, es el momento de que las administraciones pongan fin a tan deleznable peloteo político y aprovechen de una vez por todas para acabar de paso con el abandono y las deficiencias que afectan a una de las zonas más nobles de Vigo como es su frente marítimo. Conviene tenerlo muy presente para reclamar también en este terreno responsabilidades a quien corresponda y evitar negligencias futuras.