Dos de los mayores problemas que amenazan el futuro, en realidad el presente, de Galicia se sitúan en los extremos. O, para ser precisos, conforman las dos caras de una misma moneda: la paupérrima natalidad y el imparable envejecimiento de la población. Buscarle una solución rápida y completa a ambos es de una enorme complejidad, porque estos dos fenómenos demográficos ofrecen multitud de aristas y enfoques poliédricos: económicos, sociológicos, culturales, educativos... Sin embargo, la peor de las decisiones es no afrontarlos con valentía, rigor, firmeza y un punto de imaginación. Lo hecho hasta ahora por nuestros gobernantes y administraciones públicas es claramente insuficiente. Urge una apuesta decidida porque cada día que pasa es una oportunidad perdida.

En el ámbito de la natalidad, Galicia, y el noroeste peninsular en su conjunto, se ha movido en el terreno teórico: infinidad de comisiones y subcomisiones de expertos, anuncios de planes y medidas, a todas luces de corto alcance y por ende ineficaces, y peticiones por elevación a otras instituciones de superior rango -incluso a la Unión Europea- para que se impliquen con la asignación de recursos adicionales. La realidad es que cada vez los gallegos somos menos. Desde hace treinta años se registran más fallecimientos que nacimientos, y en los últimos nueve la región ha venido perdiendo población de forma inexorable. Estos son datos objetivos.

Hasta ahora los gobiernos, con la Xunta al frente, no han entendido -ni por tanto reaccionado- que el desplome demográfico es una formidable losa que pesa sobre el bienestar y el futuro de nuestra sociedad. Con una visión cortoplacista han centrado sus esfuerzos en salir del atolladero de los problemas coyunturales -algunos también relevantes- para arrumbar otros que son estratégicos. Han puesto el foco en lo urgente en detrimento de lo trascendente.

Y al mismo nivel de la cuestión demográfica se sitúa la del envejecimiento. Otro puñado de datos ilustran el fenómeno: la población mayor de 65 años se duplicó en Galicia en cuatro décadas. Hoy uno de cada cuatro gallegos ya supera esa edad. Pero es que además los mayores de 85 años son 116.000, cinco veces más que en 1980. En resumen, somos muchos menos y más viejos. La prolongación de la edad de vida es, sin duda, una buena noticia que habla en favor del progreso de la sociedad, pero cuando se deja a un lado el aspecto cuantitativo para analizar con más detalle la situación surge la duda sobre la calidad de vida. Y en este punto queda un enorme trecho por recorrer.

El Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero aprobó en 2007 la Ley de Dependencia, una bienintencionada herramienta normativa que perseguía atender a un segmento de la población en serias dificultades. Pero una buena ley sin recursos suficientes que la soporten se puede convertir en un problema. En una bomba de relojería. Y así ha sido.

Con la irrupción devastadora de la crisis económica llegaron los recortes. Cuando la norma socialista apenas echaba a andar, el Ejecutivo, ya en manos del PP, metió la tijera para aliviar la asfixia de la caja pública. Así, se dejó de pagar la cuota de la Seguridad Social a los cuidadores de dependientes. O se aumentó el copago por los servicios. O se revisó la clasificación de la gravedad de la dependencia (es decir, las ayudas fueron más restrictivas). Estas, entre otras medidas, dejaron a los dependientes en una situación de vulnerabilidad.

El diseño de la Ley de Dependencia y su ejecución se acometieron con tanto voluntarismo como torpeza al generar unas expectativas que difícilmente se podrían satisfacer. La consecuencia fue que durante muchos años cobraron pocos y mal, mientras que las listas de espera crecían sin parar. La frustración e incluso la indignación se apoderaron del estado de ánimo de los supuestos beneficiarios. El descontrol fue tal que algunos dependientes gallegos empezaron a recibir la ayuda tras su fallecimiento, mientras que familiares de otros beneficiarios también muertos la siguieron cobrando de forma fraudulenta durante años. El proceso llegó a resultar en algunos momentos sencillamente esperpéntico.

Lo cierto es que la situación hoy ha mejorado pero sin llegar, ni de lejos, a la normalidad. La ausencia de recursos sigue siendo clamorosa. Aunque la ley recogía que la financiación se debía repartir al 50% entre el Gobierno y la Xunta, todavía es la Administración autonómica la que asume el 76% de la aportación total (280 millones frente a 88). También las listas de espera han bajado, pero a un ritmo demasiado lento. Aún hay 11.000 gallegos que aguardan por una ayuda, frente a los 67.000 que ya la están recibiendo.

Pero la dependencia tiene otros efectos colaterales a los que no se está prestando la relevancia debida. Como el de los cuidadores. Un reciente informe elaborado por psicólogos y publicado por FARO revela que diez mil gallegos entregan al menos doce años de su vida en exclusiva a cuidar de sus familiares dependientes. Este grupo, sobre todo mujeres mayores de 55 años que atienden a unos padres con más de 74 años y que con frecuencia sufren demencia, aseguran padecer sobrecarga física y psicológica y critican que los ingresos que reciben son insuficientes. Además, confiesan que esa tarea frustra su desarrollo personal. En suma, que al dedicarle unas 16 horas diarias a sus mayores, sencillamente no tienen vida. Así pues en este terreno todavía queda mucho por hacer.

Una población envejecida y repartida entre miles de núcleos, como es el caso gallego, complica aún más la búsqueda de una solución definitiva, pero es necesario dar pasos más decididos que pasan inequívocamente por la dotación de más recursos públicos. Para eso las administraciones tienen que cambiar el chip. No basta con asignar una cantidad mensual, sino que es preciso encontrar otros mecanismos que contribuyan a atender mejor a nuestros mayores y aliviar la onerosa carga de sus familiares cuidadores.

La creación de más plazas en residencias públicas se presenta como una herramienta útil en este sentido. El Consello de Contas acaba de advertir del déficit de vacantes en nuestra comunidad. En Galicia ofrece hoy una plaza en centros públicos por cada cien mayores (7.100 vacantes en total), mientras que la media española supera las 2,4. Además se tarda casi dos años en lograr una vacante cuando la ley autonómica fija un máximo de nueve meses. Los números son suficientemente esclarecedores. En su informe el Consello reclama mayor financiación y, un detalle significativo, una optimización de los recursos ya existentes. La Xunta debería tomar nota de este llamamiento y ponerse a trabajar con celeridad.

Está bien que un grupo de comunidades autónomas, con la nuestra a la cabeza, hayan iniciado una campaña de pedagogía y presión a la Unión Europea para que entienda que el envejecimiento es un fenómeno global, que trasciende banderas y fronteras, y que, en consecuencia, desde Bruselas se deben adoptar los instrumentos financieros que permitan afrontarlo. Y está bien que la Xunta exija al Gobierno español que cumpla de una vez con el compromiso de aportación económica recogido en la ley de Rodríguez Zapatero. Todo esto está bien y hay que perseverar en esa línea de actuación, pero no es suficiente. Hace falta un plus. De fondos pero también de sensibilidad. El que reclaman por sentido de la justicia nuestros mayores y sus familias. No se trata simplemente de una cuestión pecuniaria. Ni de un imperativo legal. Es un deber moral.