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La monarquía en su otoño

La crisis catalana ha tenido, entre otras consecuencias, insospechados perdedores. En primer lugar el PP, desalojado del Gobierno no precisamente por la corrupción, alegada en la moción de censura y de la que han sido o son culpables la mayoría de los partidos, sino por su inexistente política catalana, su incapacidad de diálogo, ya no digo para negociar, y la actuación policial del uno de octubre. Todo ello ha impedido tejer acuerdos o alianzas con las fuerzas nacionalistas que se han decantado por el apoyo a Pedro Sánchez. Como damnificado colateral figura el presidente Feijóo, con la opción de suceder al señor Rajoy en las peores condiciones posibles. Y su panorama no mejora después de las elecciones generales, con nuevos líderes en el PP y con el PSOE como probable ganador.

Otro claro perdedor es el Rey. Es cierto que ha habido en los últimos años un largo proceso de deterioro de la monarquía a medida que el recuerdo de la Transición y el hiperbólico andamiaje de aplauso a D. Juan Carlos por su reacción al golpe del 81 se alejaba. Una sociedad hoy muy diferente, unas fuerzas armadas plenamente democráticas, la aparición de partidos republicanos como Podemos, la desaparición del blindaje mediático que ha permitido criticar y hacer chacota de los escándalos del hoy Rey emérito (y que lo han llevado a la dimisión) han puesto fin a la cómoda posición de la monarquía durante tantos años. Y en este difícil contexto Don Felipe cometió el terrible error de su discurso (quizá queriendo emular a su padre en 1981). Error que ha sido recogido como maná por el soberanismo pues, entre otras cosas, le permite una sobreactuación que mantiene la tensión y aúna voluntades, sin violar la Constitución. Y vemos lo antes inimaginable: la declaración del monarca como "persona non grata", el boicot a los actos de la monarquía, un presidente del Parlamento que le niega el saludo al Rey, continuos actos de desprecio a este, convertido en fácil blanco y que retroalimenta el indicado proceso de desgaste en el resto del Estado. Esta estrategia, por sus réditos, es difícil que vaya a cesar, sobre todo por su encaje con la lucha por la república catalana. Y lo más notable es la tibia reacción, si existe, de los partidos estatales.

Para D. Felipe debería ser ya claro, sino lo obstaculiza la burbuja de la Zarzuela, que ninguna fuerza política va a empeñar sus esfuerzos en defensa de la monarquía si se la sacrifica en la ineludible reforma constitucional y que la ciudadanía aceptará con indiferencia la desaparición de una institución devenida a lo largo de los años una pura vacuidad ceremonial, melancólica jefatura del Estado de la que no se espera (ni se le pide) otra cosa que la ejecución de protocolos marchitos.

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