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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Fútbol revolucionario

Veinte años después de su primera gesta, ha vuelto a ganar el Mundial de Fútbol la Francia republicana de colorines que acoge por igual a oriundos de Mali, de Togo, de Senegal y Camerún; a morenos de origen marroquí, a un Hernández de inequívoca procedencia e incluso a un filipino recriado en París. La xenófoba Marine Le Pen debe de estar echando las muelas.

Da igual la procedencia de los jugadores y, en algún caso, hasta su lugar de nacimiento. Son franceses por razón de ciudadanía, concepto que supera -al dejarlos atrás- los viejos méritos de cuna, de sangre, de estirpe y de color de piel propios del Ancien Régime. La Revolución Francesa sigue viva en sus principios cuando ya carga con más de dos siglos a cuestas.

Lo mismo ocurría con el equipo nacional -y multirracial- francés que ganó el primer título en 1998. Si entonces era un descendiente de argelinos como Zinedine Zidane el que capitaneaba aquella escuadra procedente en su mayoría de las antiguas colonias francesas, ahora son un Griezmann de origen germano-portugués y un Mbappé de ascendencia camerunesa y argelina los que abanderan el grupo. Cambian los nombres, pero la tendencia se mantiene.

Blancos, negros y cetrinos llegados de todo el mundo a la acogedora república francesa han hecho que el equipo de su país se impusiera con autoridad a una mayoría de selecciones monocolores (aunque esto comience a cambiar también en otros países). Es el triunfo de las ideas de colores, por más que en este caso se aplique al ramo menor del balompié y a sus practicantes se les conozca como Les Bleus, que vienen a ser Los Azules.

Curiosamente, Francia no es un país en especial futbolero. Su Liga no alcanza el postín de la española o la inglesa; pero lo cierto es que ya tiene el doble de copas mundiales que España y -más notable aún- que la Inglaterra donde se inventó este singular deporte. Que luego se perfeccionaría en Brasil, como todo el mundo sabe.

Sorprende también que los vecinos de Pirineos arriba arrastren una larga fama de chovinistas que, en apariencia, desmentiría la variada composición de su selección nacional de fútbol, tan multinacional en su origen. Alguna explicación habrá.

Quizá esa módica variante de la fanfarronería que es la grandeur esté compensada por la tradicional buena acogida que Francia ha dado a los exiliados, ya fuese por razones políticas, ya por crudos motivos económicos. De los unos y los otros envió varios cientos de miles España a su vecino de arriba durante la convulsa historia del siglo XX y hasta la del anterior, si incluimos en la lista a exiliado tan ilustre como Goya. Al que aquí perseguían, como es natural, por sus querencias liberales y francesas.

Esa larga condición de país de refugio y acogida (en ocasiones, con reparos de no pequeño calibre) la simbolizan ahora los futbolistas de la selección que acaba de ganar por segunda vez la Copa del Mundo. Probablemente ellos ejemplifiquen mejor que nadie las ventajas de la integración frente a los apóstoles del monocultivo racial que, bien cierto es, existen y son muy votados en la contradictoria Francia.

Aficionados o no al fútbol, los partidarios de la civilización y el progreso valorarán quizá más en estos días las ventajas que ofrece cualquier país construido bajo el principio liberal de la ciudadanía. Hay que ver lo que da de sí un campeonato.

stylename="070_TXT_inf_01">anxelvence@gmail.com

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