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LAS SIETE ESQUINAS

Lo que no se nombra

El lenguaje humano es extraño. Nombra infinidad de cosas -el feldespato, los quarks, las medusas, las chocolatinas, los fotones, el desasosiego, la eternidad-, pero en ningún idioma del mundo hay una palabra que designe a la madre o al padre que han perdido a su hijo. Leí en algún sitio que el hebreo tenía la palabra "shjol" para nombrar a los padres que habían sufrido esa experiencia -la más terrible que le puede ocurrir a un ser humano-, pero he investigado el asunto y esa supuesta palabra hebrea no existe. Ante esa pérdida, el lenguaje humano parece haberse quedado mudo. Es como si no se atreviera a nombrarla. O como si le diera vergüenza revelar un hecho tan doloroso. O como si temiera que al nombrar con un sustantivo distinto al de "madre" o "padre" a los padres que habían perdido a su hijo, esa nueva palabra pudiera despojarles de algún modo de su permanente condición de padres.

Algunos lingüistas tienen otra teoría: si esa palabra no existe en ningún idioma, es porque el hecho de perder a uno o varios hijos era, hasta hace muy pocos años, una experiencia que se consideraba inevitable. A nosotros nos parece inconcebible que no exista esa palabra, pero durante miles y miles de años nadie pareció echarla en falta. O sí, y a lo mejor la palabra existió en un arcano idioma humano del Paleolítico o en alguna tribu que se extinguió hace mucho tiempo, pero la palabra desapareció por las causas que fuesen y ahora ya no han quedado rastros de ella. El caso es que esa palabra, que según nuestra forma de entender el mundo debería nombrar un hecho crucial en la experiencia humana, no existe en ningún idioma conocido.

Y en cambio, sí existe en casi todos los idiomas la palabra "huérfano", que nombra al hijo que ha perdido a su padre o a su madre. ¿Por qué es así? ¿Por qué existe un término específico para el hijo sin madre y por qué no existe otro término para la madre sin hijo? Por simple deducción, es evidente que el hecho de ser huérfano ha sido considerado mucho más relevante que el hecho de ser un padre (o una madre) que hayan perdido a uno o a varios hijos. La evolución del lenguaje lo ha decidido así. Una palabra siempre establece un juicio sobre la realidad, porque acota un campo léxico que se convierte en un campo de la experiencia humana (y por lo tanto, en una categoría mental). Nombrar una cosa supone introducirla en una especie de código de justicia moral que guía nuestro conocimiento del mundo. Y en este sentido, los lenguajes que hablamos han decidido que haya huérfanos, y en cambio, han excluido a los padres que han perdido a sus hijos. Esos padres existen, por supuesto, pero no tienen una palabra propia que los denomine. Y esto es así porque el uso evolucionado del lenguaje ha acabado imponiendo la ley de la economía lingüística, que nos obliga a usar los menos elementos posibles para decir el máximo posible. Quizá hubo, en algún idioma extinguido, un término que designara a un padre que había perdido a su hijo primogénito. Pero las necesidades del habla -la rapidez, la eficacia- hicieron que esa palabra desapareciera sin dejar rastro.

El lenguaje es así. Caprichoso, despótico, despiadado. Siempre está sometido a la necesidad de ser el más rápido y el más útil, y al mismo tiempo debe ser lo suficientemente moldeable para adaptarse a las necesidades de sus hablantes. Y si decimos "El hombre es mortal", usando un término genérico masculino que incluye a los dos sexos (hombres y mujeres), es por necesidades elementales de simplificación que eliminen todo lo superfluo. Y si decimos "La juventud es fugaz", usando un genérico femenino que por supuesto incluye a todos los jóvenes, sean chicos o chicas, también lo hacemos por estrictas razones de eficacia comunicativa. Podríamos desdoblar los términos, diciendo "Los hombres y las mujeres son mortales", o "Los jóvenes y las jóvenas son fugaces", pero entonces estaríamos destrozando un lenguaje que ha sido construido a lo largo de miles y miles de años de evolución humana.

Y aun así, hay momentos en que por estrictas razones de justicia hay que escuchar a las feministas que piden "visibilizar" a las mujeres. Si decimos, por ejemplo, que "los griegos eran un pueblo mediterráneo", es evidente que ese genérico incluye tanto a hombres como a mujeres griegas. Desdoblarlo es innecesario. Pero si decimos "los héroes de la antigua Grecia", ahí sí que podemos matizar mucho mejor los hechos. Cuando pensamos en los héroes griegos, pensamos en Aquiles, en Hércules, en Odiseo. Pero ¿qué pasa con Antígona? ¿Y con Ariadna? ¿Y con Casandra? De algún modo las hemos arrinconado. De algún modo las hemos condenado a una existencia subordinada. Y por eso mismo es justo que vuelvan a salir a la luz con toda la importancia que tienen. Antígona se rebeló contra un tirano, cosa mucho más meritoria que derrotar a los troyanos o a los cíclopes. Y por eso tiene sentido hacer una revisión crítica del lenguaje que no lo destroce con desdoblamientos inútiles, pero que ponga al descubierto todo lo que no hemos querido o no hemos sabido dejar a la vista. Todo lo que nos ha dado miedo nombrar. Todo lo que nos ha avergonzado. Todo lo que, en fin, no nos hemos atrevido a mirar a la cara.

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