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LAS SIETE ESQUINAS

Caídos

Sobre el monumento franquista de la sierra de Madrid

No conozco a nadie que haya ido alguna vez a visitar el Valle de los Caídos. Ni siquiera fueron mis abuelos, hace muchos años, en la época -ahora ya por completo olvidada- de los "25 años de Paz" del franquismo, cuando mucha gente iba a visitar ese lugar para que se supiera que había ido (eso hacía ganar fama de persona "respetable" y "de buena conducta"). Y tampoco fueron mis padres cuando esas visitas se anunciaban en las agencias de viajes, y no muchas, la verdad sea dicha, en los años 70 y 80, cuando ir al Valle de los Caídos era más bien una aventura con un punto friqui, o más bien "camp", como se decía entonces (otras opciones eran un fin de semana en Benidorm, los Castillos del Loira, Estoril y Cascaes, cosas así). Es más, nunca -que yo recuerde- he mantenido una conversación que tuviera que ver con ese lugar. Bueno, una vez sí lo hice, en el colegio, cuando mi amigo Rafa Balaguer comentó que ir al Valle de los Caídos era la única posibilidad que teníamos de conocer un lugar comparable al castillo de Drácula en los Cárpatos (cuando lo dijo, en los primeros años 70, no era nada fácil viajar a Rumanía).

Por suerte, muchos de nosotros ni siquiera sabíamos dónde estaba ese lugar. Sabíamos que estaba cerca de Madrid, sí, pero eso era todo. Recuerdo que una vez, en un coche que iba a San Lorenzo del Escorial, en la Sierra de Madrid, pasamos frente a un cruce que se internaba hacia el oeste, entre las tétricas montañas de granito. Al llegar al cruce, el conductor disminuyó la velocidad. "¿Quiere ir a verlo?", me preguntó. "¿El qué?", dije. "El valle", contestó, y señaló con la cabeza hacia el oeste. "¿Qué valle?", volví a preguntar. "Bueno, el sitio ese, ya sabe, esa cosa tan fea de los caídos". El hombre pronunció la palabra "caídos" con un cierto tono irónico, como si la palabra se prestara a un doble sentido equívoco, o como si no tuviera muchas ganas de pronunciarla. Hay palabras, supongo, que no nos gusta pronunciar porque nos suenan demasiado falsas, o peor aún, demasiado ridículas, y de algún modo nos hacen pensar que al pronunciarlas también nos volvemos falsos y ridículos nosotros mismos. "Caídos" debía de ser una de esas palabras.

O sea que el Valle aquel estaba allí, al final de la estrecha carretera que se desviaba hacia el oeste, entre las sombrías rocas de granito. El conductor me había contado que la sierra de Madrid tenía grandes bolsas de radón, un gas radiactivo que suele condensarse en los lugares donde abunda el granito. El radón tenía fama de tóxico y cancerígeno, y aquellas montañas, según me explicó, se levantaban sobre enormes depósitos de gas radón. Y ahora, aparte del radón (tóxico y peligroso y radiactivo), aquellas montañas que tenían un aire siniestro ocultaban también la existencia del Valle de los Caídos. "¿Me paro?", volvió a preguntar el conductor, al ver que yo no decía nada. "No, no, siga adelante por favor, no pare". El conductor pareció aliviado y siguió adelante por la estrecha carretera del Escorial, sin volver a dirigirme la palabra.

Aquel día descubrí dónde estaba el Valle de los Caídos, ese lugar que sólo había visto en algunas fotos y en algunos programas de televisión, pero que no querría visitar por nada del mundo, igual que mucha gente que conozco, gente a la que su mera denominación ya le sonaba falsa y grandilocuente y ridícula. Tan falsa y ridícula como su arquitectura. Y tan falsa y ridícula como el sentimiento -si es que puede llamarse sentimiento- que había impulsado su construcción. Franco quiso que fuera un monumento funerario para todos los caídos durante la guerra, pero todo fue un engaño porque aquel monumento tan ampuloso y feo y frío -una especie de proyección subliminal de la personalidad acomplejada y fea y frígida del mismo general- en realidad sólo homenajeaba a los "caídos" del bando franquista. De hecho, la misma palabra "caído" era una palabra franquista. Los otros no eran "caídos" (por Dios y por España, según continuaba la frase hecha). Los otros, los que no habían muerto "por Dios y por España", eran muertos a los que ni siquiera se podía nombrar como tales. Casi no tenían nombre, ni fecha de desaparición, ni lugar de enterramiento. Eran una sombra desaparecida, nada más. Y aunque Franco se había empeñado en enterrar a muchos republicanos al lado de los "caídos" franquistas, intentando aparentar una reconciliación que jamás fue real, todo fue un engaño, todo fue una mentira. Una mentira, sí, ampulosa y fría y cruel. Y fea, espantosamente fea. Y peor aún, ridícula. Espantosamente ridícula.

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