Imagine un turismo sin sol, ni playa, que no desplaza a los lugareños ni molesta a los vecinos, que no da voces ni salta desde los balcones, que no tiene chiringuitos ni tiendas de flotadores. Existe. Y también tiene sus inconvenientes. Acabamos de enterarnos de que el Everest es el basurero más alto del mundo. Lo sabemos por los periódicos porque allí no hay que ir a nada: no coge de camino a ninguna parte, el alojamiento no es cómodo y la comida deja mucho que desear.

Esta primavera, 600 personas enfilaron cuesta arriba casi nueve kilómetros. Desde los años noventa el alpinismo crece en cantidad, mengua en calidad, baja en precio y deja una huella ecológica que a un sherpa -que ha subido a la cima 18 veces por motivos de trabajo- le da asco.

La limpieza depende de que todo lo que suba, baje. Aunque hay reglas que cumplir y multas para castigar la desobediencia, entre este alpinismo de masas hay quienes no cumplen y el Everest no tiene recogida de basura ni camareras de cumbre que dejen la nieve blanca y ordenada para los siguientes.

Así que después de aprovechar una ventana de buen tiempo, de subir contra la ventisca y demás, lo que se encuentra el alpinista es el chabolismo fluorescente de los que abandonaron la tienda y los restos de haber hecho un botellón de oxígeno. Hasta excrementos humanos. Parecería que los excrementos son más biodegradables y comprensibles, pues no siempre se producen cuando se quiere y donde se quiere y, siendo tan sucios, no se avergüenzan de irrumpir en lo inmaculado. Pues no. Por biodegradables que sean, los excrementos también hay que bajarlos una vez se excretan. Ni eso se respeta. El Everest ratifica que el turismo deja mucho dinero y mucha mierda.