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Vivir en una burbuja

Bajar a las galeras para conocer de cerca los problemas que tienen los que están por debajo

Será que nuestro origen en el vientre materno marca nuestra existencia, pero eso de ser el huésped de una burbuja sin medir demasiado las consecuencias parece cosa común de un tiempo a esta parte. Todos, inconscientemente, aspiramos a cobijarnos en un hábitat donde nos sintamos más protegidos, donde tengamos todo controlado, aunque paguemos el peaje de una perspectiva incompleta.

La mayoría nos conformamos con el sofá de casa. Ahí nos evadimos y sentimos que tomamos en serio nuestro bienestar, aunque la zona de confort que últimamente más abunde sea la de una suerte de realidad paralela, alternativa e idílica donde no lloran los ojos, como cuando se está picando cebolla. Dicho de otro modo: nos construimos un mundo a nuestra medida.

En esos "reality show" televisivos en los que el jefe se hace pasar por un empleado para pulsar las bases de la empresa, éste suele quedar con cara de asombro -o así lo parece- ante muchas de las cosas que creía tener controladas. Pero es inteligentísimo bajar a las galeras para conocer de cerca los problemas que tienen los que están por debajo.

Vivir en una burbuja es una tendencia natural, una especie de fuerza de gravedad que nos da la bienvenida a ese punto donde las cosas no están como realmente son, sino más bien como a nosotros nos gustaría que fueran. El problema surge cuando no somos conscientes de estar instalados en ella y tenemos que tomar decisiones que afectan a los demás. Desde dentro de una caparazón renunciamos a la bilateralidad y podemos estar tentados de construir un estatus a costa de los derechos del resto.

No nos extrañe, entonces, que la burbuja sea una fábrica de pensamientos deformados, porque un argumento sin el contraste del de los demás es ficticio: un mero espacio sin sentido donde cambiamos la visión de todos por la nuestra articulando monólogos tan circulares como egocéntricos.

Cuando alguien sale de la burbuja a negociar o a comunicarse ocurre que siente el vacío y la incomprensión formando una brecha con los interlocutores, que le miran como si fuera de otro planeta.

La burbuja se infla con facilidad. Se vive tan bien en ella que cuando pincha, sus inquilinos se quedan pensando cómo pueden retornar o construir otra. Los desahucios en este terreno provocan victimismo e indefensión, porque suelen tener su historiografía particular muy a beneficio de inventario.

Hay burbujas con suerte, con tendencia a eternizarse. Ecosistemas sin vigencia alguna que se resisten a los cambios y se mantienen, simplemente, porque nadie se acuerda de ellas. Otras, sin embargo, van mutando poco a poco hasta abrirse al horizonte.

Los propietarios de estos espacios suelen dedicar horas a explicar que no son un búnker sino una necesidad. Cocinan ideas, buscan cómplices con quienes escanear subterfugios bajo el paraguas de una más que dudosa legalidad. Eso sí: los resultados no cuentan. Tan solo asegurar la continuidad.

De la burbuja inmobiliaria extrajimos conclusiones espectaculares, pero fue a base de sufrir lo suyo... además de lo nuestro. Reconozcamos, en todo caso, que quedan unas cuantas por pinchar, aparte de la cotidiana de la corrupción, la del fútbol financiero o la especulativa del alquiler, que dicen tienen los días contados... aunque resulte difícil de creer.

Se equivoca el que piense que las burbujas se asemejan a las pompas de jabón: son verdades a medias que distorsionan y retuercen la realidad hasta dejarla irreconocible. ¡Cuántas excusas se esconden en ellas! ¡Cuánto artificio! ¡Cuánta cobardía entre paredes traslúcidas! Hoy, vivimos en un mar arrogante de burbujas cuyo oleaje golpea las riendas de nuestra sociedad. Burbuja donde, por ejemplo, vive el presidente del Real Madrid, que hace de su ombligo un ecosistema. Burbujas distintas donde viven los políticos de la UE incapaces de dar respuestas colectivas a los problemas humanitarios. Burbujas, en definitiva, que reducen la realidad a la insignificancia.

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