La orden ejecutiva firmada por Donald Trump para poner fin a la separación de familias en la frontera ha sido interpretada como una "rectificación". Puede ser. El presidente tuvo que dar marcha atrás, corregirse, reconociendo una escandalosa crisis humanitaria provocada por él mismo. Pero luego publicó varios tuits en los que culpaba a los demócratas y reivindicaba su "dura" política de inmigración. Hasta entonces, tanto Sarah Huckabee Sanders, la secretaria de prensa de la Casa Blanca, como Jeff Sessions, el fiscal general, estaban justificando esas medidas invocando a la Biblia. Uno de los problemas que tiene la estrategia del miedo es que funciona muy bien. Uno de los problemas que tiene saber que funciona muy bien es que resulta muy difícil dejar de recurrir a ella. Especialmente si para llevarla a cabo se puede utilizar el siempre eficaz argumento religioso. (Un 80 por ciento de los evangélicos blancos votaron por Donald Trump, el porcentaje más alto registrado por un candidato republicano desde el año 2000). En ocasiones se comenta que Trump ganó las elecciones a pesar de haber dicho que los mexicanos eran unos "violadores" y "criminales", cuando, en realidad, deberíamos reflexionar sobre la desagradable posibilidad de que el magnate asumiera la presidencia gracias a ese tipo de declaraciones.

Esta semana, el mandatario, dirigiéndose a un grupo de empresarios, presumió de aquellas palabras: "¿Recordáis el discurso por el que fui muy criticado? Decían que era terrible lo que había dicho. Pues yo estaba en lo correcto. Esa fue la razón por la cual fui elegido presidente". Y no parece equivocarse demasiado. De acuerdo con los sondeos, fue el asunto de la inmigración lo que le llevó a la Casa Blanca. A sus seguidores, incluidos los evangélicos, no parece que les haya importado mucho su apoyo a Roy Moore, el candidato al Senado por Alabama que fue acusado de abusos sexuales, ni sus insultos a otros países ("agujeros de mierda"), ni la atroz equidistancia que manifestó cuando se enfrentaron los supremacistas blancos y los antifascistas ("ambos lados son culpables"), ni sus numerosos comentarios sexistas o xenófobos.

Lo cierto es que, muy al contrario, algunas de esas controversias contribuyeron a que aumentara su popularidad. Dicha lógica, sin embargo, podría conducirnos a una situación incómoda y algo más grave. ¿Y si esas imágenes de niños enjaulados y separados de sus familias no han sido tan mal recibidas por los votantes de Donald Trump? Brian Kilmeade, el presentador de Fox and Friends, recordaba el otro día a sus espectadores que "estos no son nuestros niños", sugiriendo que el sufrimiento de "la gente de Texas y de Idaho" no tiene el mismo valor que el sufrimiento que padecen las "personas de otro país". Al denunciar estas crueles políticas, típicas de regímenes autoritarios, a través de portadas y otras resistencias, poniendo en evidencia el peligroso culto a la personalidad, tendemos a enfocarnos, sobre todo, en el líder al que se le está rindiendo culto. No deberíamos olvidarnos, sin embargo, de la multitud que lo sustenta.