De nada ha servido que el aprendiz de déspota de la Casa Blanca se riese de los europeos en sus propias narices en la última cumbre del G7. De nada, que Donald Trump se proponga hacer trizas acuerdos trabajosamente logrados por todos, entre ellos sus predecesores en la Casa Blanca.
De nada tampoco que el republicano no distinga ya entre aliados y enemigos y que se sienta más cómodo con dictadores que con sus homólogos demócratas.
Cuando más falta hace que los gobiernos europeos den muestras de unidad frente al que muchos solían "amigo americano", más divididos se presentan aquéllos. Divididos sobre el euro, la moneda común diseñada para avanzar por el camino de la integración europea, pero que ha fomentado la competencia y las desigualdades entre los países.
Divididos sobre todo en el tema migratorio, en el que, con su barata demagogia, los partidos de extrema derecha han encontrado un filón para engrosar sus filas. Divididos en todo lo que no sea la pretensión de cerrar las puertas a la inmigración mediante acuerdos con terceros países que impidan la llegada al continente de toda esa gente indeseada.
Parece que nadie se acuerda ya de que Europa ha sido también, sobre todo en el pasado siglo, un continente de emigrantes, de gentes que huían de la miseria, de la persecución o de la guerra. Divididos también sobre la forma de tratar a Rusia, en la que algunos ven solo una potencia enemiga y expansionista, y otros un país que se limita a defender sus intereses y con el que se puede y debe negociar.
Siempre se citan las palabras del ex secretario de Estado de EE UU estadounidense Henry Kissinger cuando dijo no saber a quién telefonear si quería hablar con Europa. Con el avance por todas partes de los nacionalismos y populismos, la voz de Europa ha degenera en cacofonía. ¡Ay, si Monnet, Schumann, Spinelli y otros padres fundadores levantaran la cabeza!
