Las aguas marina tienen, como se dice de Sevilla, un color especial. Va este desde el casi incoloro al más absolutamente verde o azul, en una amplia gama en la que cada cual puede soñar. La paleta de colores es, en Galicia, sumamente rica. Pero la mujer sigue siendo, a pesar de los cambios experimentados para ella en el sector marítimo-pesquero, la gran olvidada por el pintor que traza en el lienzo de los presupuestos generales -de la autonomía o del Estado- las partidas económicas de las que la Seguridad Social y su mínima "caja" nutren a la larga lista de viudas, huérfanos, mariscadoras, rederas, trabajadoras de las factorías conserveras o de bacalao, etc., etc.

Estas son las que conforman ese techo de cristal tan sumamente débil que se tanto serlo, se rompe cada vez que una voz femenina intenta explicar su problema.

La circunstancia vital de cada mujer vinculada a la mar en muy pocas ocasiones tienen que ver con salarios o pensiones altas y son muy contados los casos de mariscadoras o rederas, entre otras profesiones, que no se suscitan por el ejercicio de su trabajo y, derivada de este, una enfermedad profesional que nadie reconoce como derivada de su oficio (a pesar de las muchas promesas en tal sentido vertidas en el seno del Parlamento y en los trabajos de los representantes gubernamentales).

¡Qué pocas veces pensamos en ellas cuando hablamos unos y otros, unas y otras, de la situación de la mujer en esta España que ahora habla de Bélgica, del Reino Unido o de Suiza porque algunas independentistas catalanas han optado por huir de una Justicia que ponen en almoneda! El techo de cristal, débil, muy débil, está en la mar con pensiones de supervivencia y trabajos clandestinos por temor a perder aquellas si se sabe que limpian portales o cuidan a personas que no se pueden valer por sí mismas.

Un techo de cristal que no alcanzan esas profesionales del marisqueo y la reparación de redes porque su cuerpo se parte por la zona lumbar, reumáticas y afectadas por la artrosis cuando no, además, por la artritis. Mujeres que han de ganarse su sustento y el de sus hijos -menores y no tanto- mientras su cuerpo grita de dolor y la administración no reconoce que son víctimas de enfermedades profesionales. Mujeres que hunden en la arena compacta el raño o que cosen los destrozos de un aparejo que quiso pescar donde no podía, y que ven cómo el furtivo sigue haciendo de las suyas en cualquiera de ambos casos. Mujeres que sienten que su trabajo no tiene la continuidad que se permite al de los hombres en las conserveras, que ya no cantan porque no hay motivos, que están sindicadas pero solo militan, en la mayoría de los casos, en el sindicato de la familia y en las pocas horas que el trabajo profesional les deja libres para atender a los hijos, al esposo y, en demasiadas ocasiones, a algún dependiente por el que nada percibe.

Es el techo de la mar. El techo que se rompe con solo mirarlo. No más sentirlo.

Pero no cuentan. Ni siquiera como enfermas afectadas por un mal que se deriva del ejercicio de su profesión.