Durante dos siglos, el Imperio romano disfrutó de una estabilidad y prosperidad jamás superada. Ese logro se cimentó sobre la pacificación interna y la defensa frente amenazas del exterior. La finalización de sus guerras civiles, así como la fortaleza exhibida ante los bárbaros, apuntalaron tan dilatado período de progreso en todos los órdenes, plasmado en el desarrollo de su esplendorosa civilización, con el derecho romano a la cabeza. La cohesión puertas adentro y el respeto en las fronteras fueron las claves del fabuloso éxito de la Pax romana.

Europa y su sensacional construcción institucional es el modelo llamado hoy a alcanzar esas mismas cotas de bienestar. Ya lo está siendo de hecho, si lo medimos en términos de paz en el continente y de avances socioeconómicos. Una Europa unida y referente en el mundo es la mejor garantía de un futuro despejado, y otra fracturada e irrelevante el comienzo de su ocaso.

Ese mismo guion es el que está siguiendo con acierto la Unión Europea al abordar las iniciativas independentistas y otras aventuras políticas heterodoxas: no son posibles en su seno al comprometer su imprescindible unidad en la diversidad y la solvencia de su economía en el concierto internacional.

En el caso de Grecia ya se ha visto que abandonar estas recetas de la Pax europea conduce directamente al abismo. Y lo propio sucederá con otras excursiones que puedan emprenderse fuera del marco comunitario, como en España estuvimos a punto de experimentar en su día y quién sabe si las volveremos a explorar, o como en Italia parecen querer comprobar de ahora en adelante.

Por este motivo, ninguna inquietud pueden suscitar las propuestas extravagantes que desafíen en cualquier nación esa sólida construcción europea, por más que causen estupor o consuman titulares en los medios. Las economías interiores están sometidas rigurosamente a lo pautado desde Bruselas y las legislaciones se encuentran en gran parte armonizadas, de modo que el margen para ocurrencias queda circunscrito a asuntos menores e intrascendentes, aunque polaricen a la opinión pública de cada país en un momento dado.

Siendo así las cosas, extraña la escasa naturalidad con la que continuamos asistiendo aquí a los cambios de panorama político. Salvo que se trate de improbables sugerencias suicidas, para las que siempre existen además remedios, el tablero y las reglas de juego están fijadas de antemano desde Europa, por lo que poco baile queda disponible para la revolución, ya sea dando alas a irresponsables precedentes de atomizaciones territoriales de los Estados o disparatando insensatamente con la economía, pongo por caso.

Cuestión distinta a esta es la fragilidad de nuestra democracia, capaz de posibilitar súbitas sorpresas institucionales en la configuración de gobiernos, consagrando una tiranía de las minorías en detrimento de las mayorías parlamentarias. Y ello a pesar de que esas minorías sean las que no dejan de defender ardorosamente el voto popular cuando les conviene y nunca cuando toca acatarlo al reflejar el parecer electoral manifestado en las urnas. Pero eso, claro, es ya harina de otro costal.