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El ocaso de las lecheras

El alcalde Queizán hizo la vista gorda cuanto pudo, hasta que el 29 de septiembre de 1978 firmó un bando que acabó con su actividad

El problema de la adulteración de la leche fresca, que comenzó a ponerse de manifiesto hace un siglo, no resultó motivo suficiente para decantar el consumo en general a favor de la leche pasteurizada.

La controversia popular sobre las ventajas y los inconvenientes de una u otra, estuvo abierta durante mucho tiempo, tanto antes como después de la Guerra Civil, pero especialmente en los años 40 adquirió un eco considerable. Pontevedra no permaneció al margen de esa cuestión nada banal, que terminó por causar verdadera alarma social en Galicia entera.

La obligatoriedad de someter el producto que transportaban sobre sus cabezas en unos cántaros muy característicos a un sencillo análisis del Laboratorio Municipal, no gustó nada a unas lecheras con fama bien ganada de aguerridas por sus antepasadas, tal y como contamos la semana pasada. A tal extremo llegó el asunto que a finales de 1946 decidieron lisa y llanamente dejar a esta ciudad sin leche fresca. Lo nunca imaginable en pleno franquismo, cuando la protesta más insignificante se pagaba muy cara.

Ante el cariz que tomó la situación, con amenaza de desabastecimiento entre la población de un producto tan básico, el alcalde Calixto González-Posada Rodríguez tomó cartas en el asunto y dictó un bando conminatorio. Por una parte, requirió a las lecheras el mantenimiento del suministro en las mismas cantidades y condiciones que hasta entonces. Por otra parte, anunció la creación de una "oficina de amparo" al mando del jefe de la Policía Urbana, para denunciar cualquier restricción o carestía. Y finalmente advirtió que el incumplimiento del bando sería castigado con "el máximo rigor".

El apercibimiento del regidor no provocó el efecto deseado, porque la adulteración de la leche siguió a la orden del día. González-Posada no tuvo otro remedio que empezar a sancionar a las lecheras y a divulgar los nombres. Eso hicieron entonces todos los alcaldes de las principales ciudades, sobre todo de A Coruña y Vigo.

Dolores Rodríguez, de Tomeza; Teresa Rodríguez, de Campañó; Peregrina Portela, de Marcón; Josefa Seijas, de Mourente; Josefa Solla, de Tenorio; Victoria Fontán, de Xeve?..

FARO publicaba un día sí y otro también la relación de lecheras multadas con 100 pesetas, una pequeña fortuna para sus modestas economías. En caso de reiteración, la sanción económica no solo resultaba mayor sino que conllevaba una denuncia ante la Fiscalía de Tasas, organismo cuya sola mención provocaba escalofrío por su dureza punitiva.

A finales de aquella misma década, Prudencio Landín Carrasco en su vertiente de respetado jurista escribió un artículo en este periódico harto significativo sobre la dimensión del problema.

"Nosotros creemos -decía- que a los infractores en materia tan delicada como la adulteración de estos elementos primordiales, no puede aplicárseles el mismo grado de penalidad que en épocas anteriores. A grandes males, grandes remedios. Actualmente se hace tan intenso el mal, se generaliza tanto y se procede tan desaprensivamente, que lo que antes podía pasar por una leve infracción de las ordenanzas municipales sancionadas con multas insignificantes, hoy tiene la alarmante categoría de delito premeditado contra la salud pública".

Don Prudencio hacía honor a su nombre, pero sabía bien de lo que hablaba. En aquellos días, la Audiencia de A Coruña acababa de condenar a varias lecheras de Santiago y Ferrol a penas de seis meses de arresto menor, además de la multa consiguiente.

Quien más, quien menos, buena parte de las familias pontevedresas de clase media o alta contaban con una lechera de absoluta confianza, que visitaba sus casas a diario o cada dos días con el producto recién ordeñado. Su hervido hacía el resto y doy fe de que mi madre extraía de aquella leche una nata extraordinaria, que luego usaba en sus postres caseros insuperables.

Los platos rotos de la leche adulterada los pagaban habitualmente las clases más humildes, que compraban un cuartillo en la calle a vendedoras desaprensivas.

El desarrollismo español de los años 60, que introdujo los electrodomésticos a plazos en mucho hogares, trajo consigo también las centrales lecheras. El Ministerio de Agricultura anunció a mediados de aquella década el establecimiento de una central lechera en cada población de 25.000 habitantes y comprometió la creación de ochenta y siete. Entonces comenzó la cuenta atrás de la prohibición de venta de leche a granel.

Afortunadamente para aquellas mujeres, tan drástica medida tardó mucho en aplicarse de manera taxativa. Una y otra vez el Gobierno de turno decretaba la prohibición, pero los Ayuntamientos se mostraban permisivos, porque tenían otras cosas en que prestar más atención.

Eso ocurrió en Pontevedra hasta que Nicolás Marcos Marcos recibió la autorización preceptiva para la entrada en funcionamiento de la Central Lechera en Xeve. Entonces el alcalde Joaquín Queizán Taboada dictó un bando el 3 de agosto de 1977 en donde establecía la obligatoriedad de higienización de la leche destinada al consumo público y la consiguiente prohibición de su venta a granel.

El Ayuntamiento todavía hizo la vista gorda durante otro año largo, hasta que no tuvo más remedio que actuar en consecuencia, ante el peligro de caer en una ilegalidad manifiesta. Queizán firmó a finales de septiembre de 1978 otro bando que reiteraba la prohibición vigente y advertía sobre el traslado de cualquier denuncia a los tribunales ordinarios por un delito de desobediencia.

Las lecheras que ejercían la venta a granel comprendieron que tenían sus días contados, pero no rindieron sus cántaros sin gastar antes sus últimos cartuchos. Una comisión de afectadas pidió audiencia al alcalde y trató de ganarse a Queizán por su reconocida caballerosidad. Al fin y al cabo, ellas solo defendían su medio de vida sin hacer daño a nadie, que equivalía a defender parte del dinero que entraba en sus modestos hogares.

El alcalde pontevedrés se debatió entre la voz de su conciencia y el acatamiento de la ley. De aquella reunión postrera salió un compromiso de mediación, que concluyó con una visita de las lecheras al gobernador civil, Faustino Ramos Díaz. Ante la primera autoridad provincial entendieron al fin que su supervivencia era una causa perdida. No hubo nada que hacer y se produjo su muerte por inanición.

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