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Juan Gaitán

Tras la muerte de Philip Roth

Con la muerte de Philip Roth, aparte de la conmoción que significa en el universo de las letras (como en todo universo, cuando una estrella desaparece queda siempre un agujero negro), ha vuelto a ponerse de manifiesto su eterna candidatura al premio Nobel de Literatura y la oportunidad perdida ya para siempre de que se lo concedieran. Es larga, larguísima, la lista de gigantes de las letras que, por una u otra razón, no lo obtuvieron. Desde que se estableció el galardón, en 1901, lo podían haber ganado pero no lo consiguieron gente como Kafka, Tolstoi, Joyce, Borges, Rulfo, Cortázar, Virginia Woolf o Ana María Matute.

Ante esto, es evidente que resulta poco aconsejable medir la literatura por el peso de los premios acumulados. Siempre me acuerdo, cuando hablo de estas cosas, de Valle Inclán. Su "Tirano Banderas", la obra cumbre del esperpento, concurrió al premio Fastenrath (que hasta 2002 convocaba la Real Academia Española), pero no lo logró. Ninguna de las obras de aquel año fue merecedora, en opinión del jurado, de tan importante premio, y fue declarado desierto. Siguiendo esos mismos pasos, estoy absolutamente convencido de que a Cervantes nadie le daría hoy el Premio Cervantes (como tantas veces ha dicho Manolo Alcántara), y que Quevedo sería un proscrito que tendría serias dificultades para publicar.

Hace ya mucho tiempo que lo desbaratamos todo y todo lo confundimos, cambiando las cosas de sitio y transformando en apunte contable lo que debería ser puro estremecimiento. Lo evaluamos todo desde la perspectiva numérica, cuantificadora, del premio y su prestigio, y llegamos a la perversión del concepto, pasando del lógico "es bueno, lo premiamos" al "será bueno cuando lo han premiado". Pero tengan esto en cuenta: en aquellos primeros años del premio Nobel de Literatura en los que pudieron condecorar a Mark Twain, a Kafka o a Tolstoi, premiaron a Theodor Mommsen, Bjornstjern Bjornson, Frédéric Mistral, Henryk Sienkiewicz, Giosuè Carducci, Rudolf Christoph Eucken, Selma Lagerlöf y Paul Heyse.

El final del cuento es que Philip Roth no necesitaba el premio Nobel para ser el inmenso escritor que es (y seguirá siendo) pero es bastante probable que, a estas alturas y tras los últimos escándalos, quizás el premio Nobel sí hubiese necesitado, y mucho, a Philip Roth.

El premio no hace al artista, es el artista el que hace al premio, el que lo llena de sentido, de intención, de solidez. Y cuando este concepto se tergiversa, se desnaturaliza, acabamos teniendo entre las manos un artefacto más enraizado con el marketing que con la creación, el compromiso estético, el arte.

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