Tom Wolfe solía decir que en los círculos literarios neoyorquinos nunca le perdonaron su apoyo a George W. Bush. Para esos intelectuales acomodados, comentó una vez, era como si reconociera públicamente haber abusado de menores. Desde entonces se había convertido en un proscrito. Pero lo decía satisfecho, sabiendo que aquel ostracismo le permitiría seguir ejerciendo de enfant terrible sin quitarse su célebre traje blanco, a cuya solapa incorporó, tras los atentados del 11 de septiembre, un pin con la bandera de Estados Unidos. El novelista estaba tan interesado en el paisaje social y político del país como en la evolución de su literatura. (La primera versión de su tesis de doctorado en la Universidad de Yale, que versaba sobre la influencia del comunismo en los escritores de la primera mitad del siglo XX, fue rechazada por el comité debido a su "tono no objetivo" y su "inclinación a desacreditar a los autores estudiados"). De ahí surgió su (no tan) "nuevo" periodismo, que intentaba abordar los hechos empleando técnicas novelísticas a través de un género que luego se conocería como "no ficción". El país en la literatura. Para ello había que escuchar el diálogo que mantenía el pueblo norteamericano y luego había que transcribirlo, interpretarlo, cuestionarlo. Había que conocer y comprender de igual manera a sus héroes ( Elegidos para la gloria) y a sus cronistas malditos ( Ponche de ácido lisérgico), así como denunciar la desviación disparatada de sus artes ( La palabra pintada), irrumpiendo en las letras estadounidenses como un excéntrico etnógrafo cargado de onomatopeyas. "Wolfe es el escritor -dijo de él William F. Buckley- que más cosas puede hacer con las palabras".

En sus novelas y reportajes, el autor de La hoguera de las navidades exploró con ingenio los conflictos raciales, la división de clases y la frivolidad que subyace bajo la aparente solemnidad que muestran determinadas universidades de élite, profetizando la ya consolidada hookup culture y reflejando asimismo las contradicciones del progresismo biempensante, pero, como algunos de sus coetáneos, puso su prosa al servicio del convulso periodo histórico que le tocó vivir y una parte de él quedó congelada en el interior de su zeitgeist. Obsesionado con el género que creyó haber inventado y dolido por el desprecio que le manifestaron otras figuras destacadas del establishment literario ("esto es entretenimiento", escribió John Updike de Todo un hombre), Wolfe, en sus últimos años, parecía en ocasiones navegar confusamente a contracorriente, atormentado por misteriosos miembros de "izquierdas exquisitas" y "aristocracias encantadoras" que todavía amenazaban con excomulgarlo. La novela, como género, siempre estaba a punto de desaparecer ("mientras tú y yo estamos hablando, la novela se muere", le dijo a Peter Robinson); la decadencia siempre parecía irremediable.

Sin embargo, a pesar de lo que sugieren algunas de sus gruesas novelas, Wolfe nunca dejó de ver a Estados Unidos con optimismo, reivindicando su controvertible papel en el mundo como primera potencia en ejercicio y ensalzando las tradiciones literarias del país frente a las escuelas teóricas francesas. Tampoco dejó de buscar pelea en lugares insospechados. The Kingdom of Speech, su último libro, que expone la peculiar visión que tiene el autor acerca del "mito" de la teoría de la evolución mediante un extraño ataque al darwinismo y a la gramática generativa de Noam Chomsky, no fue recibido, por parte de los críticos más compasivos, como una aproximación seria a los asuntos tratados, sino como una jocosa provocación de alguien que todavía "disfruta del aroma de su propio napalm por la mañana". Muchos lectores lamentaron su muerte esta semana como si se tratara de la muerte de un guerrero. El periodista canalla que consiguió expandir el oficio hacia otros territorios mientras las nuevas generaciones esperaban con ansia en las trincheras.