El lunes escuché a un político emergente definir a Cristina Cifuentes como "una carcasa bien diseñada pero sin nada dentro." Me espanté. Los políticos emergentes, sean de color naranja o morado, tienen demasiadas cosas en común. La primera, y la más peligrosa, es que se consideran descubridores de la sopa de ajo, condimentada en forma de democracia primigenia, auténtica y única. Todo lo demás es vieja política. Nada que no pase por su adanismo fundacional merece la pena. Por supuesto, ni de izquierdas ni de derechas, etiquetas que ya no sirven para ellos porque militan en la dichosa transversalidad y porque el maldito relato, término que repiten hasta el hartazgo, es otro. Quizás tengan razón: como carecen de discurso político y de capacidad discursiva, precisan del relato, de los cuentos y de las leyendas, de los juegos de tronos, para construir un inane y aburrido programa de partido.

La segunda es la pureza, la inmaculada concepción de todos y todas, desde la sonrisa perpetua del régimen, Begoña Villacís, hasta la ametralladora dialéctica, Irene Montero, que ni embarazada desacelera su discurso. Qué decir del prístino Albert Rivera, que colecciona lecciones de cosas y se mira en el presidente de la república francesa, Macron, como si fuera un espejo. Ocurre que el espejo no le mira a él. Pablo Manuel Iglesias es la quintaesencia de un mal viaje de LSD o de un porro demasiado cargado, una experiencia que jamás se olvida y no deseas volver a repetir, pero ahí está, aparece de vez en cuando y te fastidia la cena o el aperitivo con una sarta de lugares comunes, transversalidades y hasta sentimientos patrios. Porque los partidos emergentes se sienten muy patriotas, muy españoles, unos para encubrir un nacionalismo alcanforado y pleistocénico, otros para dejarse querer y reinventar el centralismo marxista-leninista en el siglo XXI, lo cual es una gran pirueta que ignora el piolé de Ramón Mercader sobre la cabeza de Trostky.

En fin, que como esto ya va para cuatro o cinco años, no sé, empiezo a estar algo cansado. Por eso, cuando veo a nuestro registrador de la propiedad Rajoy, presidente del gobierno de España, y al economista Pedro Sánchez, líder del PSOE, los dos muy tristes, los dos muy solos, los dos rodeados de gente nerviosa, pienso ¿por qué no se la juegan y hacen un pacto como en Alemania? No sé lo que pasaría, pero al menos sí sé lo que dejaría de pasar.

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