Difícil resulta mantener el sentido de la equidad cuando debemos afrontar realidades que sobrecogen nuestro ánimo y hasta sorprenden la necesaria creencia en la bondad del ser humano. Generosidad y tolerancia se cruzan a diario con mezquindad y villanía en el salón de nuestras vidas, se eleva la sospecha a pauta de conducta y hasta se esconde la razón tras el perverso interés individual, o siquiera del grupo que entendemos nos adscribe. Capaces de lo mejor, pero también de lo peor. La historia está preñada de crueldades que nuestro interior repudiará siempre como propias, con la solícita diligencia de atribuir su autoría al vil y perverso actuar ajeno; sin admitir ni reconocer que al fin y al cabo formamos parte del momento y por ello ahormamos las dos caras de una misma moneda. De ahí que nadie podrá quitar enteramente la razón a Voltaire cuando reunía en el hombre, que por entonces era también la mujer, la capacidad de cobijar a la vez bajeza y grandeza, crimen y virtud.

Hemos convertido la televisión en el balcón de nuestra desnuda realidad, sin querer reconocer que muchas veces avanzamos por ella con el paso lastrado por la indiferencia, cuando no la apatía o la insensibilidad. Brindamos nuestro aplauso al millonario esfuerzo de un ejército por liberar una ballena varada a mil kilómetros en un témpano de hielo y deshonramos nuestra alma cuando conscientemente ignoramos, que es la mayor ignominia, que cientos de miles de personas pierden sus vidas en el genocidio sirio o en el cometido en Ruanda. Como antes la perdieron en la Alemania nazi o en la Rusia stalinista. Sin más reproche que un suspiro de inerte desazón. Demasiada indiferencia ante la infamia y la barbarie de quienes convierten a tantos hermanos nuestros en simples actores del horrendo teatro de sus intereses, de sus vanidades; cuando una acción firme, valiente y coordinada de los países desarrollados, los otros ni pueden ni se les espera, pondría fin tanta masacre.

Por eso, cuando gentes armadas tan sólo con la razón de su bondad, de su corazón, son capaces de remover conciencias y voluntades, pero también inspirar esfuerzos en su lucha por una mejor y más justa sociedad, están dignificando la condición humana y nos elevan a todos a un plano del que nunca debiéramos descender. Personas abnegadas que al calor de su fe o con la simple fe de su razón dedican sus vidas al cuidado de los más desfavorecidos, o a quienes simplemente acucia en ese momento el dolor. En los más recónditos e inhóspitos lugares del Tercer Mundo o simplemente tras la puerta de ese vecino que con el callado grito de sus ojos vidriosos implora tan sólo afecto y comprensión.

Sea nuestro homenaje a quienes cada día ensanchan nuestros destinos, dignifican nuestra existencia y en definitiva nos enseñan a ser mejores. Personas como los padres de Mari Luz Cortés, Marta del Castillo, Diana Quer, Sandra Palo y tantas y tantas familias a quienes se les ha arrebatado lo más preciado de sus vidas. No les importa si en las razones del actuar humano estaba más acertado Hobbes o Rousseau, si uno es malo por naturaleza, el hombre como lobo del hombre, o si puede culpar a la sociedad de su iniquidad, ese manido recurso del indolente. A ellos tan sólo les preocupa asentar la redención de su dolor en la bondad y generosidad de su pausada y difícil calma, en la lucha por la verdad y la justicia; pero también en que no tengan una segunda oportunidad quienes no extirpen de sus vidas la crueldad, la impiedad y la barbarie más extrema.

Son velas en las tinieblas de nuestra realidad; guías en la esperanza de lograr un mundo mejor.