El señor ministro de cultura y educación (y de ciencia, es un decir) y además portavoz del Gobierno, está contento. Una idea brillante ha surgido en su magín, con paciencia de alfarero le ha dado forma y color y, por fin, ha llegado el momento de exponerla en el consejo de ministros para que éste la haga suya y se pueda presentar en sociedad. Si todo sale bien, como espera, una memoria permanente alumbrará su paso por el ministerio y cuando acabe su carrera política, cuyo fin no alcanza a ver, un destino dorado lo recibirá con los brazos abiertos, mejor acaso que el de su predecesor Wert, brillante precursor con su fraternal idea de españolizar a los catalanes.

Precisamente el señor ministro piensa que con carácter previo a cualquier proyecto de españolización de las zonas tribales, es preciso recuperar el dominio de la lengua española, lengua mundial, sí, pero que expresa innegablemente una única cultura, de viejas raíces castellanas, trasplantada allende los mares y enriquecida con todo lo aprovechable no solo de las nuevas tierras sino, generosamente, con tradiciones, fiestas y gastronomía de los periféricos peninsulares y extraídas de su contexto aldeano e incorporadas a la grande y única cultura que les posibilita un brillo superior. Y, así pues, ésta es la idea del señor ministro, el español, mejor, el castellano será proclamado la clave de bóveda de la marca España. Y si los hispanoamericanos protestan, que piensen que viven esencialmente de rentas peninsulares, esos hijos con frecuencia desagradecidos. El señor ministro se asombra de que a los ingleses no se les haya ocurrido antes hacer del inglés el mascarón de proa de su viejo reino, sin duda, cuando vean el éxito de la idea española la copiarán con urgencia.

El señor ministro abre el ventanal de su despacho. La brisa saluda en la plaza una gran bandera española. El paisaje que observa le confirma en su más íntimas convicciones: una nación, una cultura, una lengua. Al señor ministro, que sabe alemán, le roza el recuerdo de una expresión parecida, "desde luego un führer no tenemos pero sí un presidente que si bien no tiene don de lenguas, conoce sus clásicos en teología. Qué sencillez en su instrucciones, una política como Dios, manda, una economía como Dios manda? y si la gente sufre los recortes que Dios manda, Dios reconocerá a los suyos y los recompensará, sin duda, aquí o en el dónde sea. Hacer las cosas como Dios manda, El mundo se vuelve claro y transparente, como el azul del cielo. Todo lo demás, pluralidad de culturas, diferenciación nacional y lingüística de la España una e indivisible es ganas de negar la evidencia de una grandeza única, un resentimiento de vencidos por la historia. Suspira el señor ministro mientras vuelve a la mesa de trabajo, con su balanceo de nave acariciada amablemente por la vida en el costado. Hay contento en sus ojos azules y mejillas rubicundas que traslucen un expresión de niño goloso y satisfecho en la antípodas de un novio de la muerte. Se emociona al recordar la reciente semana santa malagueña, ministros legionarios, que propio de la España eterna, claro que súbditos de la buena mesa, pero invitamos a la muerte compañera.

Enardecido se sienta y comienza a redactar la exposición de motivos del decreto, naturalmente, un exposición como Dios manda.