Pocas cosas producen más placer que llevarse cositas de un hotel. Además de una confesión es casi un pareado. Podrían ser unos versos de un poeta moderno y viajero, versos escritos con un bolígrafo de esos de cortesía que te dejaban en la habitación del establecimiento junto a unos folios, encima de un cartapacio de piel. No sé quién los usaría ya. Ahora la gente llega al hotel y pide wifi. Puede no tener almohada la cama, puede que no haya ducha, puede que no haya toallas o que no funcione la calefacción. Da igual. Hay que tener wifi. Incluso si el smarpthone dispone del suyo propio y los datos se los paga la empresa. No importa. Los hoteles ya no deberían medirse en estrellas y sí en wifi. En potencia, accesibilidad y gratuidad del wifi. Wifiteca podría llamarse el recinto donde hay wifi para diferenciarlo, qué se yo, del cuarto de baño o la sala de té.

Los adminículos de hotel, que es de lo que queríamos escribir, o sea, los botecitos de champú, el calzador de metal (pero la gente, que ya solo lleva zapatillas de deporte, ¿sigue usando calzador?), el peine, las bolsitas de caramelos, etc. son una tentación en la que hay que caer, unos pequeños trofeos que luego en casa, frotándose uno el cabezón con el champú fangutado, dan la sensación como de prolongar la vacación, de seguir en otra ciudad. Ayudan a mantener el espejismo de que nuestra vida no es rutina. Otra cosa son los albornoces o toallas, perchas, etc. Caza mayor, sin duda. Eso no se debe robar, no sólo porque exista la cárcel, el código penal, los fiscales, los directores resabiados de hotel y la propiedad privada, sino también porque denota un mal gusto importante. Se empieza robando un albornoz y se acaba no saludando en el pasillo o pidiendo el desayuno a la habitación sin solicitar por favor el bacon. Que esa es otra: existen alimentos que tenemos asociados al hotel. Parece que no hubiera bacon (ni huevos) en el bar o súper de la esquina y que solo los pudiéramos comer cuando vamos fuera. Ahí hay también un atractivo añadido al viaje y al alojamiento: supone una disrupción en nuestro acontecer. La que suponen esas sábanas poco holladas, esa cama que no es nuestra y que, aún habiendo albergado antes a centenares de cuerpos, parece exclusiva y a estrenar por nosotros. No sé si alguien habrá intentado alguna vez llevarse una cama del hotel a su casa. Debe ser complicado pasar por recepción sin levantar sospechas. Si hay que no levantar algo, lo mejor es no levantarse de la cama. Como si estuviéramos aún en un hotel o de vacaciones. He visto gente que tiene en su casa las sábanas de un hospital. Hay que estar enfermo, sí. O sea, no solo para estar en un hospital, también para llevarse las sábanas. No digamos ya para ponértelas luego en tu propia cama. Encima, seguro que no disponen de enfermero.

El gran Manu Leguineche escribió Hotel Nirvana, un librazo de reportero aventurero pero bon vivant en el que narra sus experiencias en algunos míticos establecimientos. Dijo Santa Teresa que "la vida es una mala noche en una mala posada". La pobre.