Visto en la práctica que gobernar es lo de menos quizá no esté mal la admisión a trámite del estado de perturbación y que Cataluña tenga a su futuro presidente en Bruselas. La autonomía era el gobierno de la proximidad que acercaba 600 kilómetros las decisiones y la independencia es decidir a 1.350 kilómetros y en otro país. Hacerse independiente es irse de casa.

Si el Gobierno del PP y el Tribunal Constitucional no se empecinaran en marcar las fronteras de la realidad y de la ley (dos cosas que a nadie nos gustan en algún momento de la vida), la república de Cataluña, por la victoria del bloque independentista y por ser simbólica, podría tener su sede en Bruselas, ser gobernada por Puigdemont y aprobar y gestionar en Barcelona un presupuesto de un euro, que suele ser el valor de lo simbólico. Ese gobierno a distancia, por teléfono, Whatsapp, internet, Skype, TV3 y burofax, pondría, otra vez, a Cataluña en la vanguardia, según los que creen que el futuro será ausencial (no presencial).

No es difícil fantasear -¡la imaginación ha llegado tan lejos con el procés!- con un presidente de la simbólica república independiente de Cataluña, residente en Bruselas y delincuente en España, Cataluña incluida, recibiendo autocares de independentistas para celebrar San Jordi en la Grand-Place o en el mercado de Midi bruselenses.

El mandato era gobernar pero bajo la luz alucinatoria y absorto en el absurdo es posible desviarse en el desvarío y acabar metido en un jardín de delirios disparatando a ráfaga.

A veces perseguir los deseos aleja de ellos y se acaba en una ciudad extraña hablando en francés, aprendiendo neerlandés y comiendo espárragos a la flamenca y potage a la espera de que llegue el paquete de Jami Matamala con calçots y escudella.