George W. Bush concedió su primera entrevista como presidente a Univisión, un canal de noticias hispano. Ronald Reagan firmó una amnistía en 1986, gracias a la cual más de dos millones y medio de inmigrantes pudieron iniciar el proceso hacia la ciudadanía. La mayoría era de origen mexicano. William F. Buckley le dijo a Brian Lamb, con cierto orgullo, que antes de cumplir los seis años solamente hablaba español. (El periodista conservador enseñó la lengua de Cervantes cuando cursaba sus estudios en la Universidad de Yale). Todo esto, a la luz de nuestros tiempos, resulta extraño y conmovedor. Para el actual presidente, algunos países, como El Salvador, Haití y varios estados africanos, son unos "agujeros de mierda". Trump no es republicano ni es de derechas. No tiene ideología. En sus declaraciones hallamos mucho racismo y antiintelectualismo (hasta el indefinible Milo Yiannopoulos ha dicho que lo que menos le gusta de su admirado líder es que "no lee nada"), algo de demagogia, aunque la utiliza cínicamente, y frivolidad -esto sí- muy sincera y natural. Mucho teatro televisivo.

Como dijo Matt Taibi, corresponsal político de la revista Rolling Stone, el magnate observó esos impactantes gráficos exhibidos por las cadenas de televisión en sus coberturas de las elecciones, que trataban a los políticos y candidatos como concursantes, y reconoció de inmediato el estilo. Era un género que dominaba. ¿Por qué no probarlo si ya lo había hecho antes y funcionó? El nivel de audiencia de su programa había sido muy alto. Y desde entonces así andamos: en la presidencia reality. Con audiencias muy altas. Que Trump haya realizado esos insultantes comentarios no es tan relevante (nos hemos acostumbrado peligrosamente a ese lenguaje vulgar) como la manera en que estos han sido recibidos por sus seguidores o por la prensa afín. A estas alturas justificarlo ya no es ni tan siquiera un gesto de provocación. Los que se proclaman enemigos de lo políticamente correcto deberían abandonar, si es que todavía están a tiempo, su jaleada heterodoxia.

Que sí, que los progresistas se comportan muchas veces de un modo ciertamente hipócrita. Hollywood, con Weinstein o sin Weinstein, está plagado de contradicciones insalvables. Barack Obama fue el presidente que más deportaciones realizó (Masha Gessen recordaba acertadamente en el New Yorker lo "esquizofrénica" que fue su política migratoria basada, por un lado, en deportaciones masivas y, por otro, en el esfuerzo de asegurarles un futuro a los "soñadores"). Y Hillary Clinton, investigada por el FBI, cuya carrera política contiene sombras demasiado alargadas, cometió errores impropios de una persona que aspira a asumir la presidencia. Sin embargo, nada de lo mencionado se puede comparar con el daño que se le está haciendo en este momento a la democracia estadounidense. Las palabras tienen consecuencias. Mientras la prensa, tanto nacional como internacional, reaccionaba con indignación tras conocerse las infaustas declaraciones, varios miembros de la Administración daban a entender que llamar "agujeros de mierda" a esos países puede conectar muy bien con su público. Se dieron cuenta, al parecer, de que también prefieren a los noruegos.