Salgo a fumar un cigarrillo al balcón. Son casi las dos de la mañana. Me asomo y veo que el comercio chino de enfrente está cerrando. Ella está agachada bajando la persiana metálica. Él la observa en la acera. Ella se alza. Lleva un anorak amarillo triste. Con capucha. Él termina de fumar y ella lo agarra del brazo. Hace frío. Comienzan a caminar hacia el norte, la calle es ligeramente cuesta arriba. Andar cansado. Doce, tal vez catorce horas de trabajo. Son treintañeros. Imagino cómo será su casa. Si ahora cenarán una pizza o un bocadillo. Si verán la tele o se amarán. Quizás conversen nostálgicamente sobre su patria. Tienen un hijo, a veces está con ellos en la tienda, que es rectangular, bien nutrida, pequeña, con la leche, las patatas fritas y las cervezas bien a la vista. Surten al barrio a deshora de caprichos o de artículos que la gente se olvida de comprar en el supermercado. A veces bajo con mi hijo a deshora matinal a comprarle una chocolatina, unas golosinas o unos diminutos coches de juguetes muy baratos.

Son delgados y amables, monosilábicos. Con un punto elegante. Ella luce gracioso flequillo. No sé si dominan bien o no el español. A veces, sobre todo él, está enfrascado viendo una película, supongo que es una película, en el móvil. En chino. Supongo que es en chino. Tal vez su hijo esté en el mismo colegio que el mío. Aún atisbo su rastro aunque ya casi no los veo. La calle es larga. Tal vez el camino hasta su morada también lo sea y ella se haya puesto la capucha del anorak amarillo triste. Le protegerá de la humedad, que cae anunciando lluvia. Cuando dentro de cinco o seis horas me levante y miré por el balcón, su tienda ya estará abierta. Presta a expender un batido, un refresco, un bollo, pan de molde, pilas, queso o una funda para el móvil. Puede que lo encuentre a él fumando en la puerta, a ella dentro vendiendo una litrona o un paquete de cien gramos de jamón york. No tienen empleados. No sé si tienen más familia. Abren los domingos. Abren los festivos. Salvan la fiesta del que de noche repara en que no compró suficiente ginebra, sacan del apuro al noctívago comedor de aceitunas, tal vez a un poeta errante ajeno al reloj y a los horarios que necesita folios. No tienen aspirinas.

Es probable que los vuelva a ver esta noche. Quizá baje esta vez él la persiana metálica mientras ella mire. Puede que haga más frío. Es un anorak como de otras latitudes. Aquí pronto será primavera.