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Soserías

Fake news

La predilección por los vocablos ingleses para definir lo que en la lengua propia ya tiene nombre

La ventaja de estar rodeado de políglotas -como en estos momentos nos ocurre a los españoles- es la forma rápida con que se enriquece nuestro idioma. Hay sesudos lingüistas y catedráticos empedernidos que se empeñan en censurar a quienes echan mano de vocablos ingleses para designar objetos, sensaciones o ideas que están perfectamente acuñadas en español. Preciso es practicar la misericordia con estos seres porque ¿qué se puede esperar de ellos? Viven de eso, de los tiquismiquis lingüísticos, de la caza del gazapo como arte cinegética, y los vemos -y sufrimos- como académicos, como profesores de provincias en los diversos grados de la enseñanza, en definitiva, como personas encadenadas a la rutina con un mundo interior difuso y confuso, propenso a percibir el desamparo en cuanto avizoran, allá entre los pliegues del horizonte, una novedad perturbadora. Al final por mucho que se empeñen en aparentar lo contrario no son sino mustios frutos de la infertilidad imaginativa.

Porque veamos: ¿Cómo es posible que hayamos estado siglos llamando bulos a lo que se ve tan claramente que son "fake news"? ¿Cómo ha podido ser tan grande nuestra insensibilidad, nuestra penuria expresiva? Años hemos estado diciendo, como paletos incorregibles, con rural testarudez, corre el bulo de... sin reparar en el vigor de la nueva expresión, directamente llegada de Londres con el sello de un suministrador de la familia real.

Pues ¿qué decir del papanatas que empleaba expresiones como patraña o habladuría o trola? Risa casi producen estos desdichados si no movieran a la pena que, en las personas con buen corazón, nos suscita la ignorancia ajena.

El bulo, convengámoslo, ha sido propio de gentes intonsas, que no veían más allá de sus narices, que se contentaban con rumorear sobre el adulterio de una vecina, farmacéutica ella de cierto prestigio en el ramo por la calidad de sus antiinflamatorios, pero que había sido pillada al descuido entregada al asalto amoroso de otro vecino que encima ni siquiera era farmacéutico. El bulo ha sido cosa del mundo rural, de un mundo de gañanes, de gentes de labranza anteriores a las ayudas de la Unión Europea... como mucho, de asiduos a los casinos provincianos, casinos desfallecientes en su aburrimiento insalvable, poblados de seres que desparramaban su misantropía por las mesas de juego tradicionales, esos juegos que jamás han tenido las vibraciones novelescas ni las emociones de la ruleta o el bacarrá. El bulo donde se cultiva con mayor esmero es en los asilos decadentes donde nadie sabe si los residentes matan el tiempo o el tiempo los mata a ellos.

Todo esto ha cambiado en la sociedad moderna, pletórica de hechizos eróticos, de flechazos financieros, de burbujas inmobiliarias, de políticos huidos y de otros que querríamos ver huidos, de rusos con bitcoins, de chinos que invierten y se divierten en África, de tipos disfrazados a lo Trump, de memes y de memos, de futboleros galácticos, de servicios de Inteligencia que hacen malabares con los "fake news", de magos que nos llevan a un paraíso fiscal donde moran -renovando el Génesis- todos "los reptiles de la tierra".

Y frente a este mundo trepidante, ahí queda el pobre hispano, con su boina, su bastón de jubilado, su cupón de los ciegos en el bolsillo, sus pastillas para la tos, su condón caducado y oculto en el tarjetero desde hace varias décadas, hablando de bulos, de patrañas, de infundios y de falacias... Pero ¿dónde vas, alma de cántaro? ¿Eres incapaz de captar los "fake news"? ¿Qué esperas para llevarte esas palabras gastadas como guijarros de río a la tumba con tu ridículo mundo de antiguallas?

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