Aquel calor sofocante no resultaba normal y anunciaba una tormenta inminente. Nadie imaginaba, sin embargo, que iba a tratarse de una tormenta perfecta en su sentido más aterrador y cinematográfico.

Solo duró diez minutos, pero fueron diez minutos eternos. Los peores diez minutos de las vidas de muchos pontevedreses, que dejaron marcados en sus memorias una huella imborrable. Los más agoreros creyeron que llegaba el fin del mundo. Todo ocurrió entre las 17,10h. y las 17,20h. del jueves, 15 de septiembre de 1932. Por tanto, acaban de cumplirse ochenta y cinco años.

Una conjunción absoluta de torrencial aguacero y enorme granizo, gran vendaval y potente descarga de rayos y truenos, de efectos auténticamente devastadores. Para unos fue un ciclón y una tempestad para otros. Los meteorólogos actuales habrían anunciado una ciclogénesis explosiva, con nombre propio incluido, como el temporal Ana que acaba de sacudirnos.

"Cuando paró de llover, la población ofrecía una estampa de guerra".

Así describió al día siguiente un periódico local la catastrófica situación. Ese panorama desolador contempló con sus propios ojos el gobernador civil, Ángel del Castillo López, cuando hizo un recorrido en coche por toda la ciudad, en compañía del comandante Bermúdez de Castro, jefe del Regimiento de Artillería nº 15 y del arquitecto municipal, Emilio Quiroga Losada. Por su parte, el alcalde Osorio Tafall hizo lo propio y no dejó ninguna parroquia sin visitar, acompañado del concejal Poza Juncal.

Cortados los servicios de teléfonos y telégrafos, la observación directa resultó la única manera de evaluar la magnitud de la catástrofe que acababa de asolar Pontevedra.

La voz de alarma saltó cuando se tuvo conocimiento del desplome en El Borrón del taller de carrocería de automóviles de Emilio Hermida. Primero voló la cubierta de teja y una vez el techo al aire, se desplomó su estructura, tanto las vigas como las paredes. Los operarios José Estévez y José Franco apenas dispusieron del tiempo justo para salir corriendo. Luego vieron revolverse entre los escombros a su jefe un tanto aturdido, pero sin ninguna herida grave.

El Hospital Provincial entró en zafarrancho de combate para evacuar la sala de La Milagrosa, que estaba llena de enfermas de tuberculosis. El vendaval dejó sin puertas ni ventanas esa parte del centro sanitario. Igualmente el Asilo de Ancianos sufrió un duro castigo y los acogidos se refugiaron como pudieron en su zona menos castigada

Una parte del tejado de la Iglesia de Santa María se cayó, pero el templo estaba vacío y no afectó a ningún feligrés. Y la cruz que coronaba una torre de La Peregrina quedó totalmente doblada.

Las Palmeras y la Alameda ofrecieron una imagen desoladora, con árboles arrancados de cuajo y ramas cubriendo los suelos.

Centenares de cristales de ventanas saltaron por los aires al no soportar el golpeo de las bolas de granizo con una fuerza inusitada, sobre todo en las viviendas más orientadas hacia el Sur. Igualmente volaron las tejas de muchas casas y algunas chimeneas tampoco aguantaron la sacudida del vendaval y se desplomaron inevitablemente.

Ante las quejas de los vecinos, el gobernador civil dictó una circular contra "la falta de escrúpulo de algunos comerciantes" y prohibió la subida del precio de cristales y tejas para las reposiciones necesarias. Ángel del Castillo amenazó a aquellos industriales con duras sanciones.

La única nota favorable en medio del caos imperante fue que el Lérez no sufrió ningún desbordamiento. Solo resultó afectado el ultramarinos de Valentín Muiños, el comerciante pontevedrés que siempre pagó los platos rotos de cualquier inundación por su proximidad al río. Su almacén abría la plaza de Valentín García Escudero, frente al puente del Burgo.

La ciudad permaneció sin luz eléctrica durante toda la noche con carácter preventivo, a fin de evitar los incendios por cortocircuitos. Soldados de Artillería realizaron un amplio despliegue por calles y plazas para garantizar el orden público y soslayar cualquier acto de robo y pillería.

Por razones obvias, campesinos y agricultores se llevaron la peor parte. Lérez, Marcón y Cerponzóns resultaron las parroquias más castigadas. La hecatombe no respetó una sola cosecha de maíz o vino, y verduras, tomates y pimientos también sufrieron un duro castigo.

El azar dispuso que el presidente del Gobierno, Manuel Azaña, y el ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, tuvieran comprometida aquel fin de semana una estancia en A Coruña. Ante el cariz del siniestro, recompusieron su agenda oficial y efectuaron una rápida visita a Pontevedra y Vigo.

La lluvia deslució un tanto su estancia en el Palacio Provincial al mediodía de aquel 20, cinco días después de la catástrofe. No obstante, la recepción fue muy cálida. Azaña y Casares se mostraron cercanos y receptivos ante los dirigentes de la Federación Agrícola Provincial, que enumeraron sus pérdidas y pidieron ayudas. La Dirección General de Agricultura enseguida movilizó al personal del Servicio Agronómico para visitar a los damnificados y evaluar los daños con prontitud y en detalle.

El diputado radical Emiliano Iglesias fue el primer político que reclamó una acción decidida del Gobierno de la República. A finales del mes de septiembre, Bibiano Fernández Osorio Tafall, Laureano Gómez Paratcha y Joaquín Poza Juncal viajaron a Madrid para realizar diversas gestiones. A su regreso, anunciaron el envío de un millón de pesetas, que era una cantidad muy importante, para repartir entre los perjudicados.

Cuatro meses después, solo habían llegado 175.000 pesetas del Ministerio de la Gobernación para reparaciones en obras públicas. Nadie sabía nada del millón anunciado. Y la prensa local empezó a hablar de falsas promesas y piadosos engaños. En definitiva, una cantinela bien conocida y repetida luego muchas otras veces.