En San Petersburgo una broncínea estatua de Lenin -con chaqueta y corbata, por supuesto: nunca se vistió ni fue representado con ropa casual- señalaba hacia el horizonte, pero con los años había cambiado el entorno, se había levantado un edificio justo enfrente y al comienzo del milenio democratista se abrió un McDonald´s. De esta forma el genial asesino Lenin terminó señalando imperativamente una luminosa tienda de hamburguesas y, visto desde la acera opuesta, el líder bolchevique tendía todo su cuerpo hacia la izquierda mientras una serpiente humana que devoraba papas fritas y dobles con queso caminaba en dirección opuesta y lo dejaba atrás sin dedicarle una mirada. Me pareció melancólico, triste, solitario y final.

Arreció el frío. La gente corría con sus pringosas hamburguesas para llegar a tiempo de disfrutar con "CSI Las Vegas" en casa. Un éxito de audiencia descomunal. Policías que no pegan hostias y encarcelan con un microscopio en la mano: ningún ruso se puede resistir a semejante inverosimilitud.

Unos días antes el ogro patriótico, Vladimir Putin, había retirado la mayor parte de los medicamentos de la lista de la cada vez más raquítica Seguridad Social, y a cambio, le regalaba a los jubilados en sus declaraciones fiscales un puñado de euros que en absoluto compensaban el zarpazo. Los principales periódicos y cadenas de radio y televisión alababan la visión económica, fiscal y patriótica del más grande de los hijos de Rusia. Pensé en el interminable río de sangre, miedo, dolor y desolación que había desembocado en el McDonald's que Lenin señalaba más allá de la muerte.

Las esperanzas extendidas por todo el planeta. La incontestable superioridad científica del marxismo. La revolución como vía para asaltar los cielos. La convicción inamovible de que todos los crímenes de la revolución, todas las crueldades acumuladas por la dictadura del proletariado, todos los desastres cataclismáticos propiciados por el régimen soviético eran sacrificios inevitables en un país que paría dolorosa pero definitivamente el socialismo. La Constitución soviética de 1936 y el canibalismo. La construcción del Ejército Rojo y las purgas y detenciones de decenas de miles de personas. Maiakovski y Stalin. El despegue industrial y los campos de concentración. Ese desastre, ese perseverante desastre, que soñó en articular una ingeniería social para la creación de un hombre nuevo, nunca consiguió fabricar unos zapatos decentes para la mayoría de la población. El verdadero problema del régimen soviético no es -como asombrosamente proclaman algunos descerebrados un siglo después- que, constreñidos por las potencias enemigas, no pudieran aplicar un auténtico programa revolucionario para la edificación de una sociedad comunista. El verdadero problema para los anacrónicos defensores de este proyecto miserablemente fracasado es que lo aplicaron en toda la medida de sus fuerzas y sus entendederas. Y eso es lo que salió. Un régimen político totalitario, brutal y embrutecedor, corrupto e ineficiente traicionado por sus propios dirigentes y beneficiarios y que absolutamente nadie salió a defender en la calle cuando se desplomó.

Por la noche me acerqué a una discoteca muy popular en el comienzo de la avenida Nevski. Se llamaba -según rezaba su cartel de neón- Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En el interior servían copas camareras con minifalda pero con gorras y barbitas leninistas. Te señalaban con el dedo -como el pobre Lenin escultórico- y te servían la bebida. Le pregunté a unos adolescentes por el nombre de la disco. ¿Qué era eso de la unión de repúblicas soviéticas? Se encogieron de hombros. Ni idea. ¿Quieres una papelina, colega?