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Javier Junceda

Supremacistas

La idea de superioridad de unos sobre otros no se limita ahora al asunto racial. Hay quienes defienden que sus ideologías cuentan con capacidades suplementarias para imponerse a las demás por el hecho mismo de su existencia. Aunque la puesta en práctica de esos idearios arroje resultados calamitosos, o de que aún no hayan cicatrizado los profundos desgarros allí donde han tenido la desgracia de aplicarse, continúan sin embargo afianzándose en sus versiones modernas sobre la base de fórmulas rancias, patrocinando su preeminencia frente a cualesquiera otros planteamientos que necesariamente han de decaer porque sí.

Es indiferente si las restantes propuestas han cosechado éxitos o han permitido avanzar a la civilización. Los supremacistas de los que hablo no suelen detenerse en esas zarandajas, sino en implantar por encima de todo espacios en los que sus criterios constituyan la referencia no ya política, sino ética de la sociedad, fuera de la cual solo cabe encontrar lo peor.

Para este objetivo acostumbran a servirse de conocidas herramientas. La propaganda, en primerísimo término, les ayuda a difundir esos mensajes de pensamiento único, algo que en el actual mundo digital resulta tan sencillo como inmediato. Los medios tradicionales, al hilo de esa tendencia, acogen también a menudo esas maniobras, ejerciendo de altavoces de aquello que, simulando aire fresco y jovial, no pasa de rememorar viejos y aciagos recetarios.

Frente a esta inquietud propagandística de los nuevos supremacistas, las restantes opciones acostumbran a estar a uvas. Su apatía en estos ámbitos allana el terreno a ese imaginario ideológico colectivo, algo que incluso les amenaza a ellas mismas, como sucede cuando sugieren planes susceptibles de contrariar a esas corrientes imperantes. Al entregar acomplejadamente el relato a quienes se consideran los depositarios del discurso vigente, cualquier apuesta política sensata debe además superar dicho estúpido canon de corrección, incluso desde la perspectiva formal, lo que en ocasiones se vuelve un asunto cómico.

Otro de los recursos del supremacismo viene dado por su reforzada autoestima, a diferencia de la relatividad extendida por el resto de alternativas. Esa ardorosa firmeza en sus convicciones, unida al encendido aparato verbal y a la vehemente puesta en escena que derrochan, contrasta con la tibieza e inercia de mal menor en los demás, incapaces no solo de dar respuesta valiente y sólida a tales desvaríos, sino de diseñar proyectos ilusionantes al margen de la necesaria gestión eficaz del día a día. Qué duda cabe de que en cualquier democracia madura debe pesar más esto que aquello, pero ya se ha visto que no siempre sucede donde se han asentado los populismos, en los que prima en buena parte de la población la agitación callejera, el eslogan emotivo que lo resuelve todo o los números montados en los Parlamentos.

Desde luego, no hay mejor antídoto para el supremacismo que el pluralismo, contemplado por cierto en la ley de partidos para discriminar entre formaciones legales e ilegales. Los supremacistas nacionalistas y los de su pelaje, por consiguiente, deben saber que encajan mal en el sistema, como se aprecia ya en determinados sondeos de opinión, aparte de alejarse del sentido común, porque lo superior nunca es lo que uno imagina o considera, sino lo que logra alcanzar las mayores cotas de prosperidad y futuro despejado, respetando a quienes piensan diferente.

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