Desde la condena de la actuación policial en el 1-O hasta las imploraciones de Charles Michel a sus ministros para que no hablasen de Cataluña con el fin de no desestabilizar a su gobierno, Bélgica se ha movido en un terreno diplomático resbaladizo con respecto a España. Tal es así que "Le Soir", el periódico francófono más influyente del país, definía a Puigdemont como la pesadilla del gobierno belga. Precisamente, la parte más evidente de esa falta de sintonía por parte de un socio europeo ha venido del desencuentro de opiniones en la "coalición kamikaze" que gobierna en Bruselas y de la que forma parte una alianza flamenca con nacionalistas de la ultraderecha. A algunos de sus miembros se les ve estos días portando esteladas en apoyo del independentismo catalán. Ellos también pretenden partir Bélgica con planteamientos supremacistas y excluyentes pero, al menos, hasta el momento no han tirado por la calle del medio de la ilegalidad declarando unilateralmente la secesión de un territorio después de ignorar la ley y la Constitución, no han gastado el dinero de todos los contribuyentes en actividades prohibidas, promovido abiertamente el odio e incitado a unos ciudadanos en contra de otros, y desobedecido reiteradamente resoluciones judiciales para acabar dándose a la fuga.

Todas estas y algunas cosas más que todos los españoles conocen han sido consideradas por una juez de la Audiencia Nacional constitutivas de un supuesto delito de rebelión, sedición y malversación de fondos. Algunos de los acusados, los que no han huido, se encuentran a la sombra para que no hagan lo propio. Pero los compañeros de viaje de los independentistas, aún considerando que Puigdemont y los suyos han ido demasiado lejos, sostienen que la prisión preventiva dictada atiza el fuego de la convocatoria electoral del 21-D. ¿Y qué? Como si la justicia, en una democracia con separación de poderes, tuviera que estar a expensas de la conveniencia política. ¡Qué daño nos hacemos a nosotros mismos, a la legalidad y a la inteligencia!