La filosofía es cosa de todos. Todo hombre por el hecho de serlo se siente apelado por las cuestiones que ella aborda. "Todo hombre es filósofo", decía Antonio Gramsci. Todos nos preguntamos por el sentido de la vida, por la idea de verdad y de justicia, por lo que nos asemeja y distingue de los demás animales, por nuestra finitud y la posibilidad de lo infinito... Que eso a lo que estamos todos abocados espontáneamente sea además enseñado para entrar en contacto con los más grandes pensadores y, a través de ellos, ayudarnos en nuestra actitud curiosa e interrogativa, es algo que parece difícil poner en cuestión.

Y, sin embargo, tal es lo que sucede en virtud de la reciente ley de educación (LOMCE). La Filosofía corre peligro de desaparición de la enseñanza. Es todo un símbolo de los tiempos. Se aprenderá antes a manejar una tarjeta de crédito o a conocer el mecanismo de la Bolsa que a reflexionar sobre la diferencia entre precio y dignidad o entre valor y utilidad. Toda una fortísima corriente, alentada por los informes economicistas de la OCDE contra los criterios de la UNESCO, puja hoy por tratar de desterrar de la educación todo aquello que no se ajusta de la forma más inmediata a los criterios de utilidad, generalmente y de manera estrecha definidos por el mercado. Las denominadas humanidades en sus distintas formas experimentan una y otra vez intentos de limitación, y hay que decir que otro tanto sucede con el lado más teórico de las ciencias. Se impone una operatividad cortoplacista para sujetos perfectamente amoldables en los que las capacidades de distanciamiento, juicio y meditación se hacen prescindibles, justamente esas que todo lo que trata de arrumbarse contribuye sobremanera a formar. Y se arroja sobre lo cuestionado la pregunta supuestamente perentoria y decisiva: "¿Para qué sirve?" -es lo que nos formulamos cuando no pensamos. Y acaso eso que no sirve sea lo que hace de nuestra vida sin finalidad una vida más plena, una vida sin servir, sin servidumbre. Se desecha lo que no proporciona rentabilidad alguna como aquel que arroja a la basura un libro porque no sirve para remachar un clavo.

Mientras esto sucede, nuestra situación de vulnerabilidad intelectual, que es al mismo tiempo existencial, se agrava. Necesitamos más que nunca orientarnos en el pensamiento. Nuestra vida está sometida a cambios acelerados como no se ha vivido en ninguna otra época. Experimentamos, en medio de todo ello, la paradoja de disponer de más información que nunca, pero mermados de su capacidad de procesamiento. Nos urgen asideros, referencias, capacidad reflexiva, eso en lo que el gran pensamiento de manera eminente nos puede ayudar. Las ideas, la gran teoría y la abstracción, y no tanto lo inmediato, son la brújula que nos orienta en medio del desconcierto.

La filosofía es una lucha constante contra esa enajenación que se experimenta en un mundo que nos desborda, un esfuerzo por elevar a conciencia lo que creemos saber y lo que hacemos, nuestra ciencia y nuestra experiencia, un establecer nexos entre los compartimentos inevitables de las ciencias, entre ellas y los demás campos, entre el saber y la práctica, la ciencia y la vida. Emerge siempre para señalar lo que ha quedado en la sombra, un recordar continuo de lo excluido, una invocación a lo no pensado. Necesitamos de la filosofía en un sistema que dice no necesitarla cuando en él lleva ya materializada una. Y precisamos de hacerla consciente para poder someterla a crítica, para sacar a la luz las pautas por las que pensamos como pensamos y actuamos como actuamos.

No alcanzamos la madurez meramente cumpliendo años sino cuando pensamos por nosotros mismos (Kant). Y ese es objetivo primero de la filosofía en su labor educativa. Por eso es tan decisiva para que haya ciudadanos cabales. Podrá prescindirse de Platón, de Aristóteles o de Simone de Beauvoir pero nuestra vida será más pobre sin ellos.

*Doctor en Filosofía. Promotor de la iniciativa legislativa popular, "Filosofía sí"