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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

La Galicia de Moby Dick

Un par de ballenas azules -y juguetonas, y acaso temerarias- asomaron su enorme lomo por las rías de Galicia esos días de ahí atrás. Aunque no fuesen blancas como la Moby Dick de Melville, su arribada a las costas de este país fue recibida con pasmo comparable al de la aparición de un ovni: y, la verdad, no hay para tanto.

Este reino de Breogán, tan imaginario como cualquier otro, fue en realidad la sede de una potente industria ballenera hasta hace apenas treinta años. Allá a finales de los ochenta cerró la última factoría de Cee, en el zaguán de la Costa da Morte: y no mucho antes habían echado el pestillo la de Xove y la de Cangas de Morrazo, que por pura lógica etimológica estaba situada en el lugar de Balea.

Alguna de estas industrias llegó a emplear hasta cien trabajadores bien pagados en sus años de gloria. Los veteranos del oficio recuerdan -quizá con la exageración de la nostalgia- que se llegaban a cazar y despiezar unas doscientas ballenas por año, lo que acaso explique la actual despoblación de este tipo de mamíferos en los mares.

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Galicia llegó a monopolizar dentro de la Península esta pesca de peso, ya que no de altura, durante el pasado siglo; si bien la tradición se remonta a varios siglos atrás. La trajeron modernamente los noruegos, conscientes de que a la ballena -como al cerdo- se le aprovechaba todo: las carnes, los entresijos, el aceite, los huesos y hasta las barbas.

Motivos de fuerza mayor como el riesgo de agotamiento de la especie y la nueva conciencia ecológica que felizmente nació a mediados del siglo XX acabarían con esta explotación industrial de la que hoy apenas queda el recuerdo. No hay más que ver el asombro con el que han sido recibidas esas dos ballenas que la pasada semana decidieron darse un garbeo por aguas de las rías, probablemente sabedoras de que estaban a salvo de arponeros.

Nada tienen de raro estas incursiones en un reino con balcón a dos mares como el de Galicia, donde la íntima relación con el mar alumbró estirpes de origen acuático como los Padín, los Lobeira, los Mariño y los Goián. Linajes todos ellos que, según la fértil fabulación del maestro Álvaro Cunqueiro, provendrían de la coyunda de las sirenas con las gentes de tierra adentro.

Fue precisamente Cunqueiro quien nos dio noticia de la existencia de delfines que hablaban varios idiomas, de los peces flauta escandinavos y de la conversión al cristianismo de los salmones del Ulla. El obispo bretón Corentin de Quinter, preocupado por el alma de los peces, se habría ocupado, al parecer, de darles las pertinentes aguas bautismales.

Quizá sea una morriña genética de sus antepasados la que ahora trae de vuelta a los cetáceos de gran porte a veranear, entrado ya el otoño, en las rías gallegas. Nada más lógico. La ballena es un animal esencialmente literario desde los tiempos de Moby Dick; a lo que habría que añadir sus habilidades para la música. Greenpeace, la sociedad ambientalista que hace ya largos años asumió con éxito su defensa frente a los arponeros, llegó a grabar un disco en el que recogía los sonidos de las orcas durante el apareamiento. El resultado fue una sinfonía tan desacompasada como de rara belleza.

Solo es de esperar que las dos ballenas otoñales de las rías sean la avanzadilla de una o varias manadas de cetáceos. Este país frondoso en fábulas y misterios ha de ser, por fuerza, su hábitat natural.

stylename="070_TXT_inf_01"> anxelvence@gmail.com

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