La Transición provocaba nostalgia incluso en personas que tan solo la habían vivido a través de los documentales narrados por Victoria Prego. A pesar de la bisoñez parlamentaria y periodística, de la permanente incertidumbre, del miedo a ser perseguidos por el estado o ser amenazados por el terrorismo, del atraso económico y social, aquella época parecía idónea para algunos jóvenes aficionados a la política y embriagados de revolución ajena que fantaseaban con haber luchado ellos mismos por la libertad, en vez de verse inevitablemente forzados a heredarla. Recordaba esto cuando escuchaba a Manuela Carmena afirmar, sentada junto a Ada Colau, que "yo soy de las que trajimos la democracia a España", atribuyéndose la autoría de una obra colectiva antaño profusamente elogiada, que gozaba del aplauso de la academia y del cariño de la población heterogénea, y que ahora parece estar siendo cuestionada en ambos ámbitos mientras sus defensores en ocasiones se enfrentan a la paradójica situación de ser acusados de reaccionarios. No vendría mal un poco de mesura y algo de sentido común a la hora de abrir candados de regímenes contemporáneos mejorables, para no confundir a la (perfecta) dictadura con la (imperfecta) democracia, vaciando de contenido las palabras y sintagmas ("democracia", "estado de excepción", "derechos humanos", "secuestro de las instituciones") hasta que estas acaben perdiendo su merecido valor simbólico. No es lo mismo la revuelta pacífica contra el Estado Novo que una manifestación donde se exige el derecho a decidir.

Slavoj Zizek dice, con esa habitual pose transgresora suya tan jaleada por sus incondicionales, que debemos movilizarnos para evitar el apocalipsis. El filósofo se refiere a los vaivenes nucleares a los que asistimos un día sí y otro también en nuestra "era demente". La guerra aparece y desaparece en los periódicos como si se tratara de publicidad virtual y los líderes amenazan con bombas de hidrógeno y destrucciones totales. Apoyados en la barra de un bar ibérico todos hemos visto a gente cargarse constituciones y salvar al sistema de sí mismo, incluso descubrir mediterráneos y conspirar contra monarquías y repúblicas corruptas, pero luego, tras el penúltimo brindis a la luna, ya con un nuevo país bajo el brazo, esas personas regresaban a sus casas y dormían plácidamente en la medianoche de una rebelión cantonal o en la madrugada del federalismo asimétrico, asumiendo con serenidad la subversión etílica traicionada. Todo explotaba en el interior de un ibuprofeno. Convendría no trasladar la taberna al parlamento, pues podríamos acabar citándonos fuera del local para encajar nuestro territorio por otros medios. Con la que está cayendo y seguimos mirándonos el rostro, en la búsqueda de un término que defina lo que somos. Y Rocket Man continúa ensayando la destrucción (real y definitiva) de los pueblos.