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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

La dualidad y la plurinacionalidad española

Cuando uno lee y relee los escritos de notables autores contemporáneos sobre nuestra España, se sorprende una y otra vez de su actualidad o, si quieren, y para ser más exactos, de su reactualización permanente ya que, con mayor o menor regularidad, se renuevan, a modo de maleficio de la nigromancia, teúrgia o resorte mágico del que no podemos librarnos. Eso sí, en demasiadas ocasiones a espaldas de lo que queremos en realidad, una mayoría de ciudadanos y, por lo tanto, contribuyentes. Permítanme hoy que, partiendo de esos autores haga algunas anotaciones que, por supuesto, no tienen que compartir.

El juego de los tres madroños (Barcelona: Ed. Destino; 1983) es una recopilación de las glosas sobre la actualidad y la realidad cotidiana que escribió y publicó en su día Camilo José Cela en ABC. Una de ellas, Sobre un viejo tema, se refiere a las dos Españas, en el sentido que le dio el que fue timonel de la Institución Libre de Enseñanza, el leonés Gumersindo de Azcarate Menéndez (1840-1917), liberal y krausista (racionalismo armónico), que imaginó una educación pensada en la libertad y la democracia, "una educación concebida para hacer posible la convivencia nacional a partir de la tolerancia". Una es la España real, la de los hombres que trabajan -o querrían trabajar pero no lo consiguen-, estudian, leen libros, escriben y hablan -con la corrección que han logrado según la instrucción recibida- el idioma que les da la gana, investigan, acatan las leyes, pagan impuestos, hacen cola para asistir a cualquier acto después de pagarse la entrada y, muy importante, nada imponen, pues saben que su libertad termina en el límite de la de los demás. La otra es la España oficial, la que integran una buena parte de los hombres que nos mandan y administran, que trabajan más bien poco, que no parecen estudiar, cuya única lectura es el Boletín del Estado, con erudición escasa o cuasi-analfabetos, que se expresan con necedades léxicas -desde el "las y los" hasta "miembros y miembras"-, decretan leyes a su comodidad y beneficio, reducen sus propios impuestos, se cuelan por la puerta falsa de las autoridades y sus familias, e imponen "su libertad". En resumen, la España de la conciencia, integrada por patriotas, que reciben órdenes y vilipendios, y la España de conveniencia que reparte cartas de patriotismo y distingos para su mejor provecho y el de los intereses de su partido, en muchos casos verdaderas mafias políticas.

Mas no es la única duplicidad. Hay otra dualidad nacional, la de base intelectual, y carácter geográfico, político, mental y/o económico. Un seccionalismo, por cierto, que no es nada nuevo y duró casi dos siglos. A lo largo de siglo XIX proliferaron los hechos y las imágenes dualistas, que ocasionaron división y refriegas de mayor o menor calado, agudizados en el desastre del 98. Hace pocos años lo analizó con acierto Santos Juliá ( Historias de las dos Españas. Taurus; 2004) a través de los escritores públicos, testigos de la revolución liberal desde principios del siglo XIX, hasta llegar a los jóvenes intelectuales de mediados del XX como Sánchez Ferlosio, Alfonso Comín o Carlos Barral. Estos últimos fueron los que recusaron el problema de las dos Españas, en plena dictadura franquista, eliminando la escisión entre vencedores y vencidos, a través de la democracia, las libertades y el Estado de derecho. No obstante, uno ha de reconocer que el problema de la dualidad nacional no fue ni es exclusivo de España, pues se produjo en los países más avanzados del continente europeo. Valgan como ejemplos, y no son los únicos, las "dos naciones" en que estaba dividida Inglaterra; las dos Francias, la tradicional y la revolucionaria; las dos Alemanias, la ilustrada y la militarista? ¡Ah!, pero mientras que en las demás naciones el dualismo duró poco tiempo, en España pervivió más allá de grandes crisis, como la guerra de la Independencia de los franceses, el desastre del 98 y la última guerra civil del 36. Y ahora seguimos con la dualidad nacional y su nueva versión, la plurinacionalidad. Lo vivimos con una fuerza inusitada, si bien no desde las distintas corrientes intelectuales sino de mano de los representantes políticos, la mayoría de los casos sin el pueblo, pero manipulándolo.

¿Y cuáles son sus consecuencias? ¿Qué queda de la verdadera España? Lo que mantiene la inercia de una larga historia y una enorme cultura. Pero estas son cada vez más menguadas al crecer separatismos regionales, aldeanismos y divisiones excluyentes que surgen desde el poder político y al servicio de los mandamás territoriales y sus grupos. Para conseguirlo no dudan en distorsionar la historia, con silencios y mentiras, creando una falaz patraña con la que progresivamente encantan a los mentecatos, des-ilustrados y sumisos que les siguen. Una triste pajarota que va a ser difícil de enmendar y restañar. Lo expresa muy bien Cela: "Hace muchos años dije que lo peor del cesarismo no es el César, sino la proliferación de subcésares que produce".

No es nada nuevo, la historia se repite. Lo malo es que nos olvidamos y renovamos los mismos y graves errores, con un oneroso coste moral, social y económico y recurriendo a trasgresiones legales de todo tipo. En abril de 1929, José Martínez Ruiz "Azorín", político, notable escritor de novelas y ensayos y periodista parlamentario, escribía un artículo, Constituciones 1812, recogido en Andando y paseando (Notas de un transeúnte. Madrid: Biblioteca de ensayos; 1929). Después de recordar que España es un país único en Europa por la variedad y riqueza de su paisaje y que tal variedad alcanza a su desenvolvimiento político y a sus períodos históricos anteriores; afirmaba textualmente: "En el siglo XIX se ha ensayado de todo. Nada de lo que se pudiera hacer ahora sería inédito; todo ha sido vivido en otros días". De ello queda la constancia de que durante esa centuria se promulgaron hasta 14 Constituciones y leyes reformadoras y derogadoras de las Constituciones (1808, 1812, 1834, dos en 1837, 1845, tres en 1856, 1857, 1864, 1869, y dos en 1876). "Constituciones liberales y Constituciones conservadoras. Constituciones que han durado años y Constituciones que no han llegado a promulgarse. Constituciones hechas por Asambleas soberanas y Constituciones formadas por un solo hombre. La variedad es sorprendente". Y cada Constitución con sus catecismos, en los que se enseñaba al pueblo la buena nueva. Todos ellos y otras obras más transcendentales establecen una cuestión previa, el dogma de la soberanía. La soberanía reside en el pueblo. Todos los españoles son soberanos. En el Catecismo titulado Lecciones políticas para uso de la juventud española, 1913, su autor, Manuel López Cepero, afirma: "La voluntad general manifestada es ley, y el derecho que tienen todos los ciudadanos juntos de manifestarla, dictando las leyes que crean necesarias es la soberanía. [?] Todos tienen la soberanía, la cual reside radicalmente en la sociedad, siéndole tan esencial e inherente, que ni la pueden dividir ni enajenar".

Uno no tendría que hacer ninguna anotación, dos siglos después. Una vez más la situación es prácticamente igual y las consideraciones son las mismas. La soberanía no se puede alienar. El Parlamento es depositario de la soberanía, pero no puede tenerla de forma plena si en un momento dado la Constitución que le da esencia y las Leyes que las respaldan puede ser transgredidas y diluidas unilateralmente por algunos, posiblemente con muchas razones, pero sin la razón que le da la legalidad establecida. La Constitución se puede ser reformada, pero antes ha de valorarse su legalidad y oportunidad. En 1845, Ramón de Campoamor escribió un libro titulado: Historia de las Cortes reformadoras, que reflejaba la discusión entablada en España con motivo de la reforma de la Constitución de 1844. "Unos creían oportuna la reforma: otros la reputaban inoportuna". Y pone un ejemplo: "Los españoles tenemos a Narváez montado sobre las narices, lo mismo que tuvieron los ingleses a Napoleón. Los moderados no ven absolutamente nada sino a través de él; los exaltados no ven a través de él absolutamente nada". Y Azorín termina trayendo a colación a Baltasar Gracián, que decía: "Todo móvil inestable tiene aumento y declinación".

El novelista prerromántico y periodista José Mor de Fuentes (en Reflexiones sobre el estado actual de la nación española. Cartagena, 1810) se refería a la inmensa legislación española, con fárragos de ordenanzas, reglamentos contradictorios y subdivisiones infinitas que habían dado lugar a complicadas e intricadas jurisdicciones, competencias, exenciones, trabas y entorpecimientos, todo lo cual llevaba a un sinnúmero de inconvenientes y obstáculos insuperables. "Cada cual quiere formar su estado aparte con un ejército de parientes, criados y paisanos acomodados sin discernimiento. Solía faltarle el dinero [?] Seguía luego la comparsa de directores, administradores, colectores, recaudadores, interventores, etc., con uniforme y con fuero, en cuyas manos desaparecía el arbitrio, como la comida de Sancho al toque de la varilla de Pedro Recio".

Y terminamos con el hoy, tan parecido al ayer que produce sobresalto. La democracia y régimen parlamentario son insustituibles. El Gobierno ha de conseguir que se preserven y cumplan la Constitución y las leyes allí aprobadas. El jefe de gobierno debiese ser: "Un hombre que domine el sueño, prescinda de la comida, menosprecie el boato y la sensualidad, y sea todo inquietud, todo imaginación, todo patriotismo. Si damos con él vivimos; si lo desconocemos, vamos a la huesa". ¿Y puede haber reforma constitucional? Por supuesto que sí. El escritor, filósofo y moralista francés Luc de Clapiers, Marqués de Vauvernargues, a mediados del siglo XVIII, con su positivismo y a la vez sensibilidad, no dudaba en afirmar: "Los conceptos de orden? ya no serán únicos; frente a unos arcaicos, habrá otros modernos y humanos". Todo es conciliable, sin imposiciones unilaterales y sin pesimismos circunstanciales. Pero siempre sin apartarse de la justicia y el derecho.

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