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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

¿Qué causó la muerte de Clemente XIV?

En la Basílica de los Santos Apóstoles de Roma se alza el colosal monumento funerario al Papa Clemente XIV. Se trata de conjunto escultórico tallado por el italiano Antonio Canova (1757 -1882), máximo representante del estilo neoclásico de su país, en el que invirtió cuatro años de su vida, desde 1783 a 1787. La obra, realizada en mármol de Carrara, sigue un diseño y estructura inspirados en las tumbas de Urbano VIII, cincelada por Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) y de Gregorio XIII, esculpida por Camillo Rusconi (1685-1728), si bien desechando los elementos propios del estilo barroco, en la búsqueda de sencillez y naturalidad propios del neoclásico. El monumento es de fácil lectura. El Papa está en la parte más alta, sentado en su cátedra y parece refirmar su significado y poder, mientras estira su brazo y con su mano simula bendecir a los fieles que se acercan a él. A sus pies y a los lados, en situación asimétrica, permanecen dos figuras alegóricas de las virtudes, que reflejan reflexión y tristeza. La del lado izquierdo está apoyada sobre el ataúd y evoca la Templanza, mientras que la de la derecha, sentada sobre un escalón inferior, representa la Mansedumbre, acompañada de un animal tan simbólico como el cordero.

Cuando este, su escribidor, tuvo la oportunidad de contemplar la tumba de Clemente XIV, en su primera visita a Roma en 1989, de mano de la guía que los conducía, se quedó conmovido por su majestuosidad y la expresión de dominio y atemporalidad reflejados por la estatua. El Papa allí sentado sobre sus propios despojos, transmite la sensación de triunfo en y sobre la vida. Sin embargo, el desconcierto aumentó con el relato de la cicerone sobre las circunstancias que rodearon la enfermedad y muerte del Pontífice. Como médico, cercano a las humanidades, quiero hacerles llegar hoy un apuntamiento sobre el tema.

Clemente XIV (Sant´Arcangelo di Romagna, 1705 - Roma, 1774), fue el Papa nº 249 de la Iglesia Católica entre 1769 y 1774. Su nombre de nacimiento era el de Giovanni Vincenzo Antonio Ganganelli y fue el menor de cuatro hijos de Lorenzo Ganganelli, doctor en medicina, y su esposa Ángela María Mazza. Después de sus estudios iniciales en un colegio de jesuitas de Rimini y luego en los Hermanos Piaristas de Urbino, ingresó en la orden de los Franciscanos Conventuales de Mondaino (Forti), doctorándose en Teología por la Universidad de la Sapienza de Roma. Ya franciscano, pasó a ser Definidor de su orden en 1741 y renunció dos veces al generalato. En 1759 fue designado cardenal, con el título de San Lorenzo in Panisperna, que cambió en 1762 por el de Santi XII Apostoli. Su elección como Papa se produjo en el cónclave de 1769, en un momento en que existían diferentes presiones de las monarquías borbónicas para suprimir la Compañía de Jesús. Fueron necesarias hasta 180 votaciones. En el momento de ser elegido Pontífice no era aún obispo, por lo que tuvo que ser inmediatamente consagrado, algo que hizo el cardenal Federico Marcello Lante.

La expulsión de los jesuitas del Imperio español, en 1767, fue una medida de Carlos III dentro del ambiente hostil en la Ilustración hacia esta orden religiosa. La Compañía de Jesús había sido fundada por españoles y estaba muy vinculada a la historia de nuestro país, desde la Contrarreforma -en la que varios de sus miembros habían destacado en el Concilio de Trento- a la evangelización de América. Las razones oficiales esgrimidas para justificar la deportación fueron que achacaban a los jesuitas haberse enriquecido en las misiones, malversación de fondos e intervención en política contra los intereses de la Corona. En gran parte no eran más que mentiras y exageraciones. La actitud inflexible de los jesuitas de defensa de los derechos de la Santa Sede contra los regalistas (defensores de los derechos de la corona en sus relaciones con la Iglesia) fue la verdadera causa. En 1759 Portugal ya había expulsado a los jesuitas acusándolos de instigar un atentado contra la vida de su rey. Tres años después, en 1762, Francia usó idéntico argumento. Hasta entonces, los jesuitas en España habían ejercido un papel destacado durante los reinados de los Habsburgos. Así, Carlos I fue amigo personal de Ignacio de Loyola y lo tuvo como consejero. No obstante, su auténtica ascensión e influencia se produjo con la llegada de los Borbones a la Monarquía de España. Tanto Felipe V como Fernando VI tuvieron confesores jesuitas. La caída de la Compañía de Jesús comenzó poco después, en 1754, con el cese del Marqués de la Ensenada, ministro de Fernando VI y defensor de la orden. Bajo la acusación, sin pruebas, de estar detrás de los motines populares del año anterior, conocidos como el Motín de Esquilache, Carlos III firmó la Pragmática Sanción, en 1767, ordenando la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la Corona de España y la incautación del patrimonio de la orden. No contento con ello, el rey continuó la persecución contra la Compañía y, para acabar completamente con ella, destituyó a su embajador en el Vaticano y nombró para el cargo a José Moñino y Redondo, un hombre enérgico, duro e inflexible, que el monarca calificaba de: "buen regalista, prudente y de buen modo y trato", mientras en Roma lo llamaban "El verdugo de Ganganelli". De la coacción moral ejercida por Moñino sobre el Pontífice dan fe los despachos del agente de Preces de la embajada de España en Roma, José Nicolás de Azará, en los que se puede leer: "Moñino dio al Papa cuatro toques fuertes sobre el asunto [?] El Papa hace por no ver a Moñino, resta solo el arrancar la última decisión [?] Moñino disparó su arcabuz cargado con conocida metralla -amenaza de ocupación armada-". El resultado final fue que, el 27 de julio de 1773, el Papa firmó el Breve que extinguía la Orden de San Ignacio. En premio a sus servicios, Moñino fue nombrado conde de Floridablanca ese mismo año.

En Noticia de la vida, acciones y virtudes del Sumo Pontífice Clemente XIV, Anónimo editado en 1776, podemos leer: "No había tenido el Papa enfermedad de gran consideración, ni en su Cardenalato, ni en los cinco años y meses de su reinado. Era de complexión robusta y sana, de buen temple, de natural alegre y vivo; aún en su edad más avanzada, conservaba tal firmeza de fibras y humores, que al revés de otros viejos, hablaba con voz sonora y gallarda, caminaba a pie con la misma celeridad y agilidad que pudiera un joven de pocos años. La única enfermedad que le molestaba era la de flatos hipocondriacos, de lo que no podían temerse consecuencias graves y funestas, y que solía libertarse haciendo ejercicio a pie todos los días, o montando a caballo de campo en Castel-Gandolfo".

Así era la salud del Pontífice, cuando el 25 de marzo de 1774, se sintió mal después de comer, con "una notable alteración de estómago, acompañada de frío interior [?] y alguna orripilación (estremecimiento)". Aunque inicialmente el enfermo creyó era accidental, al no ceder e intensificarse el proceso, y tener voz ronca "acompañada de silvo catarral", se desató la sospecha de que hubiera sido envenenado. Progresivamente se incrementaron los dolores de vientre y presentó vómitos muy frecuentes, impedimento para orinar y propensión al sueño. Tales manifestaciones persuadieron al Pontífice aún más de que le habían envenenado, por lo que tomó muchas y diversas píldoras y trató de eliminar el veneno por transpiración, exponiéndose a los abrasadores rayos de sol y sus posibles efectos secundarios. Las noticias de su mal estado de salud trascendieron y, diferentes fanáticos convertidos en profetas, proclamaron su cercana muerte "decretada por la justicia vindicativa de Dios al opresor de los inocentes". El día 1 de septiembre de 1774, Moñino comunicó al ministro Jerónimo Grimaldi: "La salud del Papa me dio grandísimo cuidado, con una debilidad y postración de fuerzas tal que temí una ruina inminente". El 10 de septiembre tuvo escalofríos y fiebre alta y le practicaron una sangría, que fue seguida de cesión de la fiebre y mejoría. Sin embargo, cinco días más tarde volvió a tener "accesión fuerte de calentura, con una grande hinchazón de vientre y retención de orina", por lo que se ordenaron nuevas sangrías. En días sucesivos persistieron y se agravaron los síntomas, hasta que el día 22 falleció, conservando la lucidez hasta el final, y tras cinco años y cinco meses de haber ocupado la santa sede. A las pocas horas el cadáver comenzó una rápida descomposición, lo que reforzó la idea de un envenenamiento. El día 23 se procedió a la autopsia del cadáver. Según el texto antes citado, al que les remito, la afectación era múltiple. Este mostraba piel con múltiples manchas negras, gran distensión abdominal y todos los órganos estaban afectados de gangrena, hemorragias, coágulos y material purulento en diversas localizaciones. Moñino, posiblemente asesorado por alguno de los archiatros (médicos principales del palacio apostólico), lo describe así: "El lóbulo del pulmón esta inflamado, gangrenado y adherido a la pleura [?] Uno de los pulmones duro como una suela de zapato" (véase a Manuel Izquierdo Hernández en Enfermedades y muerte de algunos Soberanos Pontífices. Gaceta Médica Española, 1964). Concluida la autopsia se embalsamó el cadáver, pese a lo cual continuó la rápida putrefacción acompañada de un intenso hedor, por lo que se repitió la preservación del cuerpo y se embadurnó el féretro con pez.

El padre Luis María Marzoni, General de los Conventuales de San Francisco que asistieron al Clemente XIV, negó ante el Santo Oficio que el Papa creyese que lo habían envenenado. Asimismo, el doctor Noel Salicetti y Adinolfi (médicos primero y segundo del Papa), declararon una relación detallada de la enfermedad y aseguraron que la autopsia había descartado cualquier manifestación que no fuese de causas naturales, al tiempo que achacaron la rápida corrupción al intenso calor (leer a Jacques Cretineau-Joly, en Clemente XIV y los jesuitas. Madrid: Castro Palomino; 1848).

Este su escribidor, en colaboración con su hija, la geriatra Georgina Martinón Torres, analizaron con detenimiento las distintas descripciones necrósicas y estiman que la hipótesis diagnóstica más plausible es que Clemente XIV, un hombre básicamente sano, padeció una neumonía izquierda complicada que, en gran parte por los intempestivos tratamientos, le condujo al desarrollo de un síndrome de coagulación intravascular de evolución lenta, con manifestaciones trombóticas y embolicas múltiples, además de infecciones secundarias, que finalmente desencadenó un fallo multiorgánico y su muerte. Asimismo juzgan que no hay datos que lleven a pensar en un envenenamiento. Tales interpretaciones han de ser tomada con todas las reservas dado que las relaciones que se conservan de la autopsia no son las originales de los médicos sino las transmitidas por diplomáticos.

Una circunstancia curiosa. El actual Papa Francisco contó, como nota de humor, que al haber sido elegido Pontífice, algunos cardenales le sugirieron el nombre de Clemente (hubiese sido el XV de la serie) en represalia y resarcimiento de Clemente XIV, el que ordenó la disolución de la Compañía de Jesús. Es obvio que no lo hizo.

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