El soberanismo enfila la recta final del proceso hacia la autoproclamación, otra vez, de la república catalana. En un gran acto de onanismo político ellos se lo hacen todo: diseñan las condiciones, marcan los tiempos y hasta anticipan el resultado el referéndum antes de que nadie vote. Tiene ese efecto predictor la ley de Transitoriedad registrada ayer, que serviría para dar cobertura a la desconexión inmediata posterior al triunfo del "sí" el primero de octubre. Sus promotores dudan tan poco de lo que saldrá de las urnas que ya están preparados para el día después.

Al proceso solo le falta un detalle mínimo pero crucial: legitimidad. La construcción jurídica con la que se pretende establecer unas reglas del juego bien definidas carece del más mínimo sustento legal desde el momento en que ignora la Constitución. Hay un reduccionismo imperante que encoge la democracia hasta confinarla al hecho de votar. A los mecanismos básicos de elección se les atribuye la potencia de legitimarlo todo y lo mismo sirven para santificar la desconexión catalana que para lavar las responsabilidades por la corrupción del PP. Al amparo de esa falsa legitimidad de los votos, el soberanismo quiere declarar la república catalana el mismo 2 de octubre.

A sus carencias legales de origen, el proceso construido paso a paso en el Parlament y anulado o suspendido otras tantas veces por el Tribunal Constitucional, suma el desprecio a las mínimas garantías para el votante que la democracia también exige. Esa es la razón definitiva para que los contrarios al soberanismo, que son mayoría según el instituto demoscópico oficial catalán, rehuyan las urnas o lo que quieran poner para recoger votos nada fiables. Así se garantiza el triunfo del "sí", que sólo tendrá valor para quienes promueven una consulta que tampoco esta vez traerá la república catalana.