El terrorismo yihadista constituye el mayor problema que afrontan hoy las naciones occidentales. Va a seguir siéndolo durante bastantes años. Con los cadáveres de personas inocentes destrozados sobre la acera, en Barcelona, en Londres, en Niza, en Berlín o en Estocolmo, resulta fácil asumirlo, llenarse de rabia y relegar lo demás. Lo difícil es, cuando transcurran unos meses, seguir teniendo bien presentes ese dolor y ese sufrimiento innecesarios para actuar juntos contra esta lacra y eludir cualquier tentación populista y electoralista de modelar los discursos por un puñado de votos.

Cataluña lleva muchos meses acaparando la atención por múltiples razones que contempladas hoy no parecen ni tan prioritarias, ni tan fundamentales como para originar conflictos dramáticos: la fobia al turismo, la huelga en el aeropuerto, el referéndum soberanista... Ayer la realidad dio un vuelco inesperado y situó a Barcelona, por desgracia, en el foco mundial por una sacudida que afianza lo que nos une, que no es sólo un territorio, sino valores.

Lo que enseña la sangre derramada sobre las Ramblas es que hoy sólo existe una frontera: la que distingue las sociedades plurales y democráticas de las que no. La que separa la libertad del odio. Quienes compartimos esos ideales somos un único pueblo, el mismo pueblo, y nos necesitamos los unos a los otros para continuar defendiéndolos. Creemos en la tolerancia, en la igualdad, en el respeto y en la fraternidad porque con ellos hemos logrado que el mundo en el que nos ha tocado crecer sea mejor.

Nadie entiende esta desmesura. Hasta algún ciudadano de buena fe, acuciado por la desesperación, puede incurrir en la tentación de decir que algo estarán haciendo mal los países desarrollados para provocar esta ira, culpabilizando así a las víctimas. ¿Por qué pasó? Por nada. Por ser como somos. Cualquiera en cualquier parte con la misma forma de pensar es un potencial objetivo. Mañana reventarán otros cuerpos donde menos esperemos. Matar resulta sencillo. Sólo precisa de una volición asesina. Y un grupo de extremistas, que interpretan torticeramente una doctrina, tienen esa predisposición interiorizada desde hace mucho. Ellos son los únicos responsables. Nada justifica sus atrocidades.

Quieren amilanarnos. Ponernos a prueba. Buscan resquebrajar la fe que profesamos. Pero por mucho daño causado no pueden ganar, y no van a ganar, esta batalla. Encararla exige aceptación, cabeza fría, lágrimas, compromiso y liderazgo. El atentado de Barcelona pone a prueba la actuación de los representantes públicos cuando más cuestionados andan. Necesitan aprovechar esta triste oportunidad para marcar un antes y un después en su capacidad de entenderse sin fisuras, de derribar muros, construir puentes, garantizar el interés general, distinguir las amenazas verdaderas de las inventadas y velar por lo sustancial: el derecho de los ciudadanos a desarrollar su vida en paz. También debe representar un aldabonazo en la conciencia de los españoles, para valorar lo mucho que conquistamos y diferenciar aquello por lo que, a brazo partido, sí merece la pena luchar.