Uno de los datos que demuestra con mayor evidencia los fracasos que, de vez en cuando, cosechan incluso las más audaces campañas de propaganda oficial -costeadas, además, con fondos públicos- es la que hace unos años intentó variar la mentalidad de los ciudadanos acerca de la vivienda. Comprobado que en España -y en Galicia-, la prioridad absoluta en ese asunto era la propiedad, y que a pesar del "boom" de la construcción y la praxis bancaria de conceder todo, o casi, lo necesario para dar salida a su abundante liquidez, se quiso convencer a la población de que para evitar riesgos futuros la mejor fórmula era el alquiler.

La cosa fracasó de forma estrepitosa y la "burbuja" inmobiliaria, cuando reventó, hizo en el asunto como el aceite de ricino en los años de la posguerra: actuar como una purga para "sanar" a quien lo tomaba, aunque hubiera de hacerlo a la fuerza. Lo malo del remedio fue que resultó peor que la enfermedad y aquel estallido produjo la ruina para mucha gente, el paro para muchos más y hasta agujeros en los bancos que, otra vez, solo pudieron remediarse dándoles prioridad para alcanzar fondos europeos de rescate con intereses a pagar por todos.

Las consecuencias reales aún están por ver, dado que si lo agudo de la crisis parece haber terminado, sus secuelas van para muy largo. Pero una de ellas podría ser la que se contenía en la noticia que publicaba este periódico; a día de hoy solo un diez por ciento de los gallegos/as está en condiciones de comprarse un piso. De lo que podría deducirse que o el noventa por ciento de los restantes que lo pretenderían si pudiesen sigan viviendo en casa de sus padres y/o abuelos o no les quedará más recurso que pasarse al alquiler. O sea, un cambio de mentalidad a la fuerza, que no suele ser precisamente el más aconsejable.

Lo peor del asunto es que ahora, y para que el nuevo mercado no se convierta en un pantanal para arrendadores y arrendatarios, habrá que reforzar -o preparar- cambios legislativos que aseguren los derechos de ambos. Y que se establezcan garantías para el propietario contra abusos de sus clientes, y otras para evitar los de los primeros contra los segundos. Y hasta una tercera hipótesis: otra legislación que prohíba a los "okupas" hacer lo que les ven en gana y "profesionalizar" su situación -no sea que ejemplos recientes de "ánimo", como el del alcalde de Santiago, dinamicen la tendencia-. Sin olvidar, claro, una regulación más humana, pero, a la vez respetuosa con todos los derechos, para los desahucios.

O sea, que queda mucha tarea pendiente para lograr que el alquiler se convierta, como en la media europea, en una salida racional al problema de la vivienda. Ocurre que fracasada aquella iniciativa, da la impresión de que los gobiernos hayan optado por no meterse en líos y escoger vías intermedias para evitar que se repitan errores. Y que esas vías no conduzcan a parte alguna razonable parece preocuparles menos que ponerle remedio de una vez a la cultura tradicional de la vivienda en España, que opta por la propiedad, como si se pudiera llevar al otro mundo porque la herencia empieza a ser casi tan cara como la adquisición, al menos desde el punto de vista fiscal y las recomendaciones de los "expertos". Y aunque algunas comunidades sean la excepción, la regla sigue siendo la que otros cumplen; sangrar a los contribuyentes hasta el último suspiro. Montoro dixit, con el visado de la UE.

¿O no...?