Con los datos encima de la mesa, es perfectanente demostrable el relativo éxito de la estrategia sindical, elaborada inmediatamente después del segundo triunfo de Rajoy en 2016. Una estrategia sencilla y a la vez significativa: primero porque resulta fácil de dibujar y segundo porque el objetivo es conocido y común en la izquierda -y en algunos otros que están en el limbo-, o sea echar al PP del gobierno a cualquier precio y sin que importe demasiado que haya motivo serio o no.

Desde este punto de vista, y para dar solidez al argumento que motiva el introito, conviene recordar que en la primera reunión entre los nuevos responsables de UGT y Comisiones, el acuerdo fue evitar una huelga general -de éxito más que dudoso con las estadísticas en la mano- y sustituirla por huelgas parciales cuidadosamente escogidas en sectores sensibles y en épocas determinadas. Se trataba de desgastar al equipo de Rajoy añadiendo a la "cantata" de Sánchez e Iglesias desde el PSOE y Podemos, al alimón, las provocaciones de los sindicatos.

Dicho lo dicho, procede insistir en un dato: una huelga sectorial se plantea cuando se pretende forzar un acuerdo entre las partes que protagomizan el conflicto laboral. En teoría pues las centrales se moverían en beneficio de los trabajadires, no para añadir fuerza a una posición política partidaria. Y ese no es un objetivo específico propio de la acción sindical, por mucho que sus exégetas insistan en que ya se demostraron equivocadas identificando gobiernos de izquierda con políticas más justas. Y sobran ejemplos repartidos por el mundo.

Las circunstancias concretas que harían del todo legítimas las reivindicaciones laborales y por tanto el derecho de huelga -que no es incondicional- no se pueden prever a través de un calendario establecido antes de que exista el problema. Y que se haya fijado previamente demuestra, por si quedasen duda, que los sindicatos funcionan aquí no ya de modo diferente a los europeos, sino de otro que se parece mucho a los esquemas de los tiempos en los que las centrales y los partidos eran la misma cosa con aquellas tesis de la doble militancia.

Todo eso es, por supuesto, opinable, y no pretende criticar el espíritu sindical ni el derecho de huelga sino recordar para que están y en qué ambito han de ejercer su tarea en un Estado democrático de Derecho. El problema es que a veces los mismos gobiernos legítimos dudan demasiado a la hora de ejercer el papel que le corresponde y caen en el disparate de que sean los ciudadanos, todos los ciudadanos, los que asuman el coste adicional -como rehenes- de la solución de los problemas. Sean laborales, económicos o incluso de seguridad, como ahora en algún aeropuerto como el de Barcelona o los que se anuncian en A Coruña, Santiago, y quién sabe cuáles otros. Es el colmo.

¿No?