De las informaciones de la prensa se deduce que continúan los preparativos para la celebración de una votación sobre la formación de un estado catalán independiente. Según las noticias, el gobierno de la Generalitat, desobedeciendo al Tribunal Constitucional, se propone seguir adelante con sus planes de aprobar una "ley del referéndum de autodeterminación", cuyo proyecto afirma que el parlamento autonómico actúa como representante de la soberanía del pueblo de Cataluña, y dispondría ya de la infraestructura necesaria, incluidos un censo electoral y las urnas. Las entidades que apoyan la iniciativa han comunicado la fecha de inicio de la campaña a favor del "sí". El presidente del Gobierno español, por su parte, ha reiterado que la votación no tendrá lugar, sin explicar los motivos que le hacen estar tan seguro. Algunos dirigentes socialistas, sin embargo, no descartan que se llegue a un recuento de papeletas y le quitan trascendencia al hecho. Los incidentes entre el gobierno catalán y las instituciones del Estado son más frecuentes y la tensión va en aumento. El Ejecutivo español responde al desafío planteado únicamente con medidas coactivas y el de Cataluña no renuncia a su objetivo independentista.

Los acontecimientos parecen haber sobrepasado cualquier posibilidad de diálogo. A uno le asalta la sensación de que a lo largo de este proceso, que dura unos cuantos años, la distancia entre los catalanes y el resto de los españoles ha ido creciendo y, por el contrario, unos y otros hemos sido incapaces de crear una sola oportunidad de discutir seriamente el problema suscitado por los nacionalistas catalanes. Primero dedicamos toda nuestra atención a la crisis económica y dejamos ir las cosas, y ahora podría ser demasiado tarde. Las voces poco numerosas y aisladas que piden al menos la apertura de un diálogo, antes de resignarse a lo que vaya a suceder, no encuentran audiencia. O nadie les hace caso. Es presumible que la mayoría de los ciudadanos quiere una negociación y si es posible un pacto, pero los partidos recelan de cualquier acercamiento.

Consideración aparte merece la propuesta del PSOE de dialogar hasta la extenuación. Publicitada por Pedro Sánchez en declaraciones a un diario catalán, la invitación está dirigida a los nacionalistas. Sin embargo, el pasado fin de semana el recién nombrado secretario de Política Federal del partido, Patxi López, acudió a la clausura del congreso de los socialistas extremeños, donde acusó a los independentistas de romper la democracia con su desafío al margen de la ley e hizo promesas de que el PSOE la defendería por encima de todo. Si la prioridad de la política española, hoy, es la protección del orden constitucional que está siendo vulnerado, antes de proponer un diálogo a los nacionalistas lo coherente es que el PSOE levante el veto que le impide tener un diálogo fluido con el PP en una cuestión tan decisiva para el futuro de España, en vez de dar preferencia a una iniciativa conjunta con Podemos para desgastar al partido del gobierno en una sesión parlamentaria dedicada a debatir la corrupción de hace una década en la que difícilmente se podrán aportar novedades al respecto. Debilitar un poco más al gobierno del PP, cuando la última encuesta del CIS constata la erosión paulatina que viene sufriendo desde las elecciones, es precisamente abonar el terreno para las actuaciones de los independentistas.

El diálogo, tanto como una votación, es lo propio de la democracia. Evita que las posiciones antagónicas se adueñen de la vida política y los problemas acaben convertidos en conflictos fuera de control. Esto es lo que lleva camino de ser la convocatoria del uno de octubre, un contencioso de consecuencias imprevisibles. Tal como está planteada, la votación no tiene cabida jurídica ni política. En los casos de Quebec y Escocia, distintos del catalán en diversos aspectos, hubo conversaciones y en un momento dado el Gobierno del Estado tomó las riendas del proceso. Bien es cierto que lo hicieron en los dos casos con una actitud muy diferente a la adoptada por Mariano Rajoy de negarse en rotundo a hablar de las demandas políticas nacionalistas, cuya gestión desaprueba la mayoría de los españoles.

El diálogo no debe abocar necesariamente a un acuerdo, pero incluso cuando las diferencias persisten tiene la enorme virtud de conducir la vida política por cauces civilizados. De ahí que en las democracias pluralistas como la nuestra, a la hora de resolver los problemas se impongan las pautas "consociacionales" de negociación y pacto. Son más eficaces y ahorran los costes que conlleva el desacuerdo. El proceso catalán se alarga ya demasiado y la solución no llega, desde luego esta votación no lo va a ser, en parte porque no ha tenido interlocutores dispuestos a hablar abiertamente y de forma leal del asunto. Norberto Bobbio, que predicó toda su vida el intercambio respetuoso de argumentos, y tuvo seguidores distinguidos entre los socialdemócratas españoles, escribió que "dos monólogos no hacen un diálogo". Así ha sido, literalmente, en nuestro caso. El resto de los españoles y los catalanes hablamos, cada uno por su lado, sin escucharnos. Los partidos tampoco han ayudado a entablar una conversación. Emprender esta tarea tiene la dificultad añadida de vencer la suspicacia que se interpone en nuestras relaciones políticas.

El diálogo es imprescindible en la cuestión catalana. Una manifestación explícita de interés y respeto mutuo por la realidad y las razones del otro, identificado con España o nacionalista catalán, generaría confianza. El reconocimiento por los secesionistas del vínculo que en la actualidad une Cataluña a España, establecido en la Constitución, refrendada por la mayoría de los catalanes, propiciaría una mayor aproximación. Pero el diálogo resultará imposible mientras esté por medio la votación anunciada, que es palmariamente ilegal. Se celebre o no, la convocatoria tendrá consecuencias políticas, una de ellas quizá el relevo de los principales protagonistas de este desencuentro. Sin diálogo, con posiciones totalmente polarizadas e intransigentes, Cataluña avanza confusamente hacia el desgobierno.

* Politólogo