Circulan por internet fotos de la Casa Blanca bajo una gran carpa de circo acompañadas de numerosos comentarios que aplauden la ocurrencia. Ocurre que las últimas semanas han sido especialmente turbulentas debido a la cascada de filtraciones, amenazas a reporteros, intercambio de insultos entre compañeros de Administración y dimisiones exprés. Que Donald Trump haya convertido la presidencia de Estados Unidos en un show grotesco no es lo más grave. Lo peor es que nos hemos acostumbrado. Ahora desayunamos con unas noticias esperpénticas y nos las tomamos con "humor resignado". Mira lo que dijo el presidente de su fiscal general, por dios, y en qué términos se expresó Scaramucci sobre el jefe de gabinete, cuántas barbaridades, etcétera. Pero la cosa tiene poca gracia. Porque la gresca no solo afecta a los funestos asesores que trabajan en la Avenida Pennsylvania, sino a todos los que observan impávidos la puesta en escena de dicha violencia verbal, los cuales acaban asimilando esa deliberada degradación de la política.

Al espectador, mientras digiere con naturalidad y de manera constante este tipo de declaraciones insólitas, puede que se le erosione progresivamente su sensibilidad y, como consecuencia, llegue un momento en que nada le impresione, nada le parezca excesivo ni absurdo, nada le asuste ni le indigne. Trump pronunció un discurso ante los oficiales de Policía en el que, intentando supuestamente ganarse al público, les pidió a los agentes que no fueran "demasiado buenos" con los sospechosos, insinuando que actuaran de la manera más violenta posible con ellos. No parece muy aconsejable que un presidente haga este tipo de comentarios en un país donde se han cometido bastantes excesos en ese sentido. Algunos de los presentes, sin embargo, se troncharon de risa. Al día siguiente los medios se hicieron eco de la irresponsabilidad y el periodismo reaccionó, por supuesto. "El presidente 'parece' apoyar la brutalidad policial". Pero pocas horas después ya estábamos lidiando con otro escándalo interno y las cámaras en movimiento, como si se tratara de una película de cine dogma, se desplazaron velozmente hacia otro escenario mientras los periódicos envolvían nuestros madrugadores pescados.

Lo que leemos, vemos y oímos hoy nos resulta menos estrafalario que ayer. Mañana, probablemente, veremos estos acontecimientos como los prolegómenos de ese universo circense del que tanto nos reíamos. Costará, no obstante, regresar a otro lenguaje y a otras costumbres. Habremos permanecido demasiado tiempo bajo esa simpática carpa que no solo se extiende sobre los tejados de las instituciones y sobre las cabezas de los gobernantes, sino sobre todos los que permitieron que se llevara a cabo el espectáculo.