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Ceferino de Blas.

Seudónimos y anónimos

Cualquier libro suscita reflexiones, al margen del argumento, como ha ocurrido con una antigua novela de Benjamin Black. La primera es que resulta indiferente para el interés de una obra de ficción que haya sido publicada hace unos días o años si es buena. La calidad preserva la vigencia. La segunda es que Black es el seudónimo con el que firma sus novelas policiacas John Banville, premio Princesa de Asturias de las Letras.

No es extraño. La novela negra también cautiva a los grandes de la literatura, escriban libros o guiones de cine y televisión, porque está de moda.

Pasada la etapa de la novela histórica, es el turno de la novela negra. Hace unas décadas estuvo de moda la egiptología, y el personal absorbía cuanto se escribía de pirámides, momias y faraones. Después se impuso la temática romana, el imperio, la república, el senado, los centuriones. Y ahora ha entrado con fuerza la ficción policíaca.

En cada país hay bestseller del género. He aquí una lista: la canadiense Louise Penny, la norteamericana-veneciana Donna Leon, el francés Pierre Lemaitre, el cubano Leonardo Padura y, entre nosotros, tras Vázquez Montalbán, y su personaje Pepe Carvalho, que está a apunto de resucitar, Lorenzo Silva.

Con ellos un sinfín de autores de todas las lenguas y regiones, que han creado personajes y situaciones que atraen a millones de seguidores.

Incluso el primer ministro francés, Edouard Philippe, a quien habrá que leer, sin perjuicios de que ejerza como político, por si resulta un buen novelista.

John Banville es Black al meterse en la piel del autor de novela negra, en la que empezó tarde, en 2006, cuando llevaba décadas como creador literario con su nombre de pila. Es de sospechar que no sea por complejo de considerarla tema menor, que en la creación intelectual no hay asuntos pequeños o grandes, sólo existe excelencia o mediocridad.

Aunque no está claro que a un gran autor como el irlandés no le entren escrúpulos por escribir libros policíacos. Y de ahí el seudónimo. Acontece que Banville es más conocido y leído como Black, pero parece infundirle más respeto lo que crea con su nombre de pila.

El mismo confiesa que como Banville puede escribir 200 palabras al día, mientras que como Black llega a 2.000 en ese tiempo, "y disfruta con ello".

Cambiar de nombre exige una justificación, porque no deja de ser un disfraz o una usurpación de personalidad. Se utilizan seudónimos por diversas causas, para evitar ser reconocido, por razones políticas o de imagen, o para revestirse de una segunda identidad. Lo hicieron en los años del franquismo conocidos escritores.

Cuando su destierro en Vigo, Marcial Lafuente Estefanía, apeló a seudónimos de apellido extranjero para las novelas del Oeste, y femeninos en las del género rosa. Alvaro Cunqueiro fue pródigo. Durante el periodo 1944-1950, en que no pudo escribir con su nombre, se llamó Alvaro Labrada, y más tarde usó nombres como Patricio Mor, Manuel María Seoane o Xavier de Amarante.

Francisco Fernández del Riego empleó durante un tercio de siglo el seudónimo de Salvador de Lorenzana como autor en castellano, hasta que pudo escribir en gallego, idioma con el que recuperó el apellido.

Desde que desapareció la censura, en la que el seudónimo era una coraza de protección, se utiliza menos. Pero aún es un recurso en diversas circunstancias. Para encontrar un nombre más atractivo - García, Fernández o Pérez pueden resultar poco sugerentes -, porque no apetece enfrentarse a una situación -en cuestiones políticamente incorrectas-, u otros motivos. Es decir, se quiere poner firma a la autoría, aunque se disfrace.

Algo bien distinto ocurre con el anónimo, que oculta la autoría por el fin perverso del hecho sin nombre. Que no se sepa quien tira la piedra. Las nuevas tecnologías son pintiparadas al uso y abuso del anonimato. Hay millones de ejemplos en las redes sociales, que se han convertido en un gran hermano, y a las que se atribuye la función de conciencia social.

Pero cuando las redes sociales optan por el anonimato para operar en la malignidad, a diferencia de lo que suele decirse, no representan a la sociedad sino a sectores espurios. Grupos que incluso llegan a delinquir, cuando calumnian o degradan a alguien, en la impunidad del anonimato -al que no merece dedicar más tiempo-, y que no son dignos de la mínima consideración.

En resumen, los seudónimos reconocidos son respetables, mientras los anónimos, en un noventa y nueve por ciento, son despreciables.

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