Desde que se ha impuesto el discurso de la victimización y de la queja permanente, es frecuente oír que para criticar una injusticia -sea la que sea: económica, social, sexual- se tiene que haber sufrido antes esa misma injusticia. De lo contrario, la persona que critica no está capacitada para denunciar el atropello o la discriminación. Es decir, que uno sólo puede criticar una situación injusta si antes ha sido víctima de esa misma injusticia. ¿Quieren un ejemplo de esta nueva forma de pensar, o más bien de no pensar? En un congreso reciente sobre feminismo, una feminista caribeña criticó a sus compañeras de raza blanca porque éstas vivían condicionadas por "los privilegios de la blanquitud", de modo que no podían entender los problemas de sus compañeras de raza negra. Sorprendentemente -o no tanto-, las feministas de raza blanca no se opusieron a esta crítica, sino que la aceptaron como una de las conclusiones fundamentales del congreso.

La conclusión -terrorífica- de esta nueva forma de entender las cosas es que ya no sirven los principios básicos de la ética universal, unos principios que fueron establecidos por Aristóteles hace ya 2.500 años. Ahora se establece el principio de la identidad personal como única fuente de legitimidad moral. El asunto es importante porque este pensamiento -que en realidad es lo más reaccionario que uno pueda imaginar- se está introduciendo con suma facilidad en ciertos ambientes académicos donde adquiere una pátina de verdad científica que en realidad no posee en absoluto. Y poco a poco, el discurso ético universal que servía para todos los seres humanos -con independencia de su raza y su religión y su cultura- se fragmenta en un sinfín de códigos morales que sólo pueden aplicarse a determinados grupos o colectivos.

Si se impone esta forma de pensar, a partir de ahora sólo los discriminados podrán opinar sobre la discriminación particular que sufren. Y si alguien emite un juicio sobre el movimiento LGTBI, esa persona tendrá que ser homosexual o bisexual o trans, porque de lo contrario no estará legitimada para entender lo que les ocurre a las personas LGTBI. Y si alguien habla del racismo o de la "blanquitud" -horrorosa palabra que suena a publicidad de detergentes-, esa persona tendrá que haber sufrido el racismo o la "blanquitud". Y así sucesivamente. Si alguien juzga un crimen machista, esa persona tendrá que haber sufrido antes la humillación o la violencia machista. De lo contrario, la persona que emite el juicio carecerá de todo fundamento moral. Se acabó todo universalismo. Adiós a los principios de una ética universal. Adiós a la idea ilustrada de unas mismas leyes y unos mismos derechos que sean válidos para todos los seres humanos. Adiós a Aristóteles, adiós a Kant, adiós al pensamiento ilustrado. Adiós a todo eso.

Hace años, esta forma de juzgar la realidad nos parecería sumamente reaccionaria -y peor aún, sumamente contraproducente para las muchas causas que pretende defender-, pero ahora se considera el no va más del pensamiento progresista. Todo esto es asombroso. Esta nueva forma de pensar destruye el viejo principio humanista según el cual no hay situación humana que pueda ser ajena a otro ser humano. Y peor aún, presupone que los humanos no contamos con unas cualidades que nos permitan sentir lo mismo que cualquier otra persona, por mucho que no hayamos vivido las mismas situaciones ni sufrido las mismas cosas. Que yo sepa, los humanos contamos con la imaginación y con la empatía -y con nuestra memoria y nuestra experiencia personal- para ponernos en lugar de los demás y sentir, aunque sea de una forma aproximada, lo mismo que esas otras personas han sentido y sufrido. Para estar en contra de la bomba atómica no hay que haber sufrido los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Y para oponerse a la violencia machista no es necesario haberla sufrido en primera persona. Si algo nos hace humanos, es justamente esa capacidad de entender a los demás y de ponernos en su lugar y de actuar en su nombre, aunque no hayamos vivido lo mismo ni hayamos sufrido lo mismo que ellos.

Pero este nuevo discurso ético que se funda en la identidad personal no sólo revela un terrible autoritarismo, sino también un profundo desprecio hacia la imaginación y la empatía entre los seres humanos. Si bien se mira, la mayoría de personas que defienden estas nuevas ideas son reacias a la literatura y la consideran "falsa" o "engañosa" o "transmisora de unos valores desfasados". Y este odio a la imaginación va acompañado de una feroz voluntad de implantar un férreo control ideológico. "Ya que los demás no sienten lo mismo que nosotros, sólo nosotros podemos juzgar nuestros casos". Así piensan estos nuevos inquisidores supuestamente progresistas, dando vía libre al gueto ideológico y al gueto moral. Vienen malos tiempos para la libertad de pensamiento.