Rafa Nadal no es solo el campeón de Roland Garros por décima vez en doce años, es el propietario de un torneo disputado en el Bayreuth de su tenis wagneriano. De sueño a dueño, su victoria de ayer no impresiona por el número redondo, sino porque el tenista mallorquín se proclamó también el máximo candidato para imponerse en la próxima edición. Y en la siguiente, si me apuran.

Miles de atletas aspiran a ser el mejor en cada disciplina. Todos se estrellan excepto uno, lo cual acentúa la hazaña del superviviente. Sin embargo, y mirando la competición del revés, alguien tiene que ganarla, por lo que el mérito gigantesco de Nadal sería la sospechosa reincidencia, la machacona reiteración, la insistencia en proclamarse el líder de la manada.

De nuevo, alguien tiene que ser el mejor. Nadal cumple a la perfección con este papel. Ahora bien, si no fuera el mallorquín, sería otro. De hecho, hasta el triste Wawrinka ha interpretado el papel de campeón de tres Gran Slam, aunque ayer se limitara a deambular sobre la tierra batida rompiendo cosas, como si solo fuera el número dos de la pintoresca Suiza.

Por tanto, la excepcionalidad de Nadal no radica en que sea superlativo. Ni tampoco en que alcance el triunfo cada año, con la exasperante puntualidad de Kant cuando sus vecinos ponían en hora los relojes al ver aparecer al filósofo en sus paseos diarios. La unicidad del tenista mallorquín no radica en ser el mejor, sino en ser inaccesible.

Hasta el hercúleo LeBron James parece humano en la finales de la NBA, aguijoneado por los mosquitos Warriors que entorpecen las prestaciones de Goliat. En cambio, el Nadal de París destroza con una facilidad pasmosa, que debería obligar a la organización a devolver el precio de las entradas. La noticia de la paliza de ayer no está en los tres sets escuetos, ni en las dos horas de espectáculo pese a la liturgia interminable del mallorquín. Lo sorprendente es que el decacampeón tardara cinco juegos en romper por primera vez el servicio de su rival, donde rival es una licencia literaria. De hecho, debió triturar el saque de Wawrinka en el tercer juego, pero Roland Garros impone un simulacro de competitividad.

Si prefiere los números a la hagiografía, busque cuántos deportistas amontonan diez victorias en un torneo de relevancia mundial. Nadal culminaba además una venganza personal, porque Wawrinka le zancadilleó hace tres años en la final del abierto de Australia. El suizo no solo le privó de un Gran Slam, sino que impidió probablemente que supere al todavía inalcanzable pero ya asequible Federer. Y luego dirán que los suizos desconocen el patriotismo.

Si Wawrinka compendia el arsenal de que dispone el tenis planetario para oponerse a Nadal en una final, pueden apostar a que el tenista mallorquín continuará ganado torneos más allá de los cuarenta. De los cuarenta años y de los años cuarenta. En cuanto a Roland Garros, debe cerrar discretamente sus puertas en cuanto el propietario del torneo se declare cansado de viajar cada año a París a recoger el trofeo. No es un juego de palabras, Nadal realizó más esfuerzo para alzar la copa de plata que para desembarazarse de la media docena de jugadores a quienes se ha enfrentado sin ceder un set.

Habrán observado que intentamos retrasar u omitir toda referencia a la final. Porque no existió. De habérselo propuesto, Nadal le hubiera endosado al suizo un seis a cero por triplicado. Jugó durante todo el partido como su adorado Real Madrid en la segunda parte frente a la Juve. No se agotan aquí las comparaciones. Al margen de agotar los adjetivos exultantes, nadie ha explicado todavía razonablemente la hegemonía inapelable del equipo de?Zidane. Tras observar la resurrección de Nadal, tampoco sabemos por qué todo se vuelve tan fácil en cuanto empuña la raqueta.

Aquiles prefirió morir a envejecer, Nadal madura para alejarse de la muerte deportiva. Por definición, los hechos gloriosos deben ser esporádicos, incluso en las carreras meteóricas. Nadal ha inventado la gloria periódica, anual, previsible, eterna. Su sueño racional es volver a ganar en?París de aquí a un año, y al igual que desde hace más de una década. El sueño de su tío Toni Nadal es fabricar a otro Rafa. Imposible, probablemente.