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Primer golpe de Trump a Irán

El bloqueo decretado este lunes por los dos gigantes suníes de Oriente Medio -Arabia Saudí y Egipto- contra el pequeño pero riquísimo emirato de Catar obliga a un triple ejercicio -situación, memoria y prospectiva- para intuir sus posibles objetivos.

Catar, emirato feudal independizado de Reino Unido en 1971 y con capital en Doha, posee las terceras mayores reservas de gas natural por lo que, antaño tierra de madreperlistas, goza de la mayor renta per capita del globo. Situado en la costa oriental de la península Arábiga, sólo tiene frontera con el reino saudí, frente al que lleva décadas intentando mantener la autonomía.

Su mayor lanza mediática es la conocida emisora Al Yazira, criticada por las demás petromonarquías por abrir sus antenas a las revueltas árabes y, en particular, a los Hermanos Musulmanes, grandes rivales del wahabismo saudí que, a su vez, alimenta el yihadismo de grupos como Al Qaeda y Estado Islámico.

Su situación geográfica coloca a Catar frente a la costa de Irán, con quien comparte la mayor bolsa de gas del mundo y con quien mantiene una relación amistosa que le permite apoyarse en Teherán -y en Rusia e India, los grandes aliados de los ayatolás- para escapar de convertirse en colonia saudí.

Esa amistad con Irán no le impide albergar la mayor base aérea de EE UU en Oriente Medio, desde la que salen cazas hacia Siria, Irak y Afganistán. Ni tampoco ser sede del Centro de Mando del Pentágono para la región desde que en 2003 los saudíes vedasen a EE UU el uso de sus bases en la guerra de Irak. En suma, Catar, que acaba de sumar a la Turquía ahora prorrusa a sus aliados, es el único territorio arábigo -junto con Omán y Kuwait, que discrepan del actual bloqueo- no enfeudado a los saudíes.

Su política exterior busca un triple equilibrio: alianza con EE UU, convivencia rasposa con las otras petromonarquías, con las que se sienta en el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), y entendimiento con Irán, cuyo acuerdo nuclear con la comunidad internacional ha apoyado.

Este equilibrismo ha sido fuente continua de tensión. La última crisis, menor que la presente, conllevó en 2014 la retirada de los embajadores saudí y emiratí, pero no llegó al bloqueo por tierra, mar y aire, ni a las amenazas de sanciones económicas y hasta de acciones militares ahora aireadas.

En cuanto a la actual, su raíz inmediata ha de rastrearse en un oscuro episodio acaecido el 24 de mayo, justo después de que Trump visitase Arabia los días 20 y 21. La agencia de noticias de Catar colgó en su web un mensaje en el que su emir criticaba la hostilidad de los países del Golfo hacia Irán, defendía a los radicales palestinos de Hamas, aireaba supuestas tensiones qataríes con EE UU y pronosticaba que la presidencia de Trump será breve. Catar se desmarcó de inmediato del mensaje, que atribuyó a un ciberataque cuya autoría ha sido adjudicada a Rusia por el FBI, que lo investiga sobre el terreno.

La consecuencia del mensaje ha sido la ruptura con Catar, basada en una panoplia de acusaciones que solo se ha ido haciendo nítida con los días: financiación de terroristas, apoyo a los Hermanos Musulmanes, pago de rescates millonarios a bandas yihadistas en Siria e Irak, interferencia en países vecinos y hostigamiento mediático a través de Al Yazira. Todo lo cual se condensaría en una negativa a hacer piña con el resto de las potencias suníes y en una reprobable amistad con Irán y sus aliados palestinos, libaneses y sirios.

Los augurios, alentados por declaraciones de Trump en las que se jacta de haber influido en el bloqueo, no se han hecho esperar: el cerco a Catar es el primer golpe diplomático serio de los EE UU de Trump a Irán, y el atentado del miércoles en Teherán, atribuido al Estado Islámico, es el primer mazazo al régimen de los ayatolás. Al final del túnel, prosiguen las pitias más osadas, se vislumbra, ni más ni menos, la primera guerra de la era Trump.

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